Ya hace años que Paul Thomas Anderson dejó de ser una promesa del cine norteamericano para convertirse en un referente. Autor a tiempo completo (es director, guionista y productor), confecciona con mimo sus proyectos, con la libertad que se ganó con sus primeros éxitos (Magnolia o Boogie Nights).
Anderson es un autor. Pero, sobre todo, se cree autor. Y es en ese punto donde pueden comenzar los problemas. Ha conseguido crear un estilo propio, una seña de identidad para sus películas (ayudado por las grandes bandas sonoras del Radiohead Jonny Greenwood). Pozos de ambición y, ahora, The Master son muestras de este estilo que se consolida, asentando así mismo sus defectos y virtudes.
No sé quien dijo hace poco que hoy en día cualquier buen director se cree con derecho a escribir guiones. “Dirijo bien, ¿por qué no voy a escribir?”. Nadie se imagina a un buen músico ofreciendo un disco escrito por otro. Pero el cine es diferente. Tal vez el mayor defecto de The Master se encuentre en su guión. ¿Por qué?
Esta película parece la secuela de Pozos de Ambición en cuanto a sus elementos principales. Ambas bucean en el origen de un pionero estadounidense. Los herederos de los hombres de pelo en pecho del Far West. Personajes implacables, visionarios, con una gran confianza en sí mismos, compendio de virtudes y defectos, estadounidenses de pura cepa.
Si Daniel Day-Lewis era el eje de la explosión del capitalismo en Estados Unidos a través de la explotación del petróleo, Philip Seymour Hoffman es el símbolo del visionario de las nuevas religiones que tan hondo han calado en poderosos sectores de la sociedad norteamericana. Individuos solitarios, algo perturbados, pero que se entregan a su misión en cuerpo y alma. Tal vez Anderson se vea a sí mismo de esta manera y su siguiente película trate sobre él mismo… O no.
Seguimos con los paralelismos. Ambas cintas empiezan fuerte. El silencioso y afilado inicio de Pozos de Ambición rozó la perfección. The Master no le anda a la zaga. Anderson es un maestro a la hora de presentar personajes e historias. Joaquín Phoenix aparece en una playa. Duda si cortarse la mano, cuenta chistes verdes, se folla a una mujer de arena y termina masturbándose en el horizonte. La guerra termina y Freddie Quell idea su poción mágica en el barco. Imprescindible para volver a vivir en sociedad.
El personaje de Phoenix es, también, un outsider. Pero al contrario que Hoffman, ha sido expulsado de la sociedad y es incapaz de obtener rendimiento práctico de su incipiente locura. Cuando ambos personajes se encuentran, se inicia un diálogo de palabras, gestos, odio y cariño que les acompañará a lo largo de todo el metraje. Y hay mucho metraje.
Quell y Dodd son las dos caras de la misma moneda. Ambos sienten una irrefrenable atracción recíproca. Dodd convertirá a su discípulo en el sargento de infantería de su Causa mientras le utiliza de cobaya humana. Quell encuentra un lugar afín donde permanecer. No comprende la Causa, pero necesita un amo para seguir viviendo. Sabe que Dodd es un charlatán, pero no duda en ajustar las tuercas a cualquiera que lo mencione.
Con la historia planteada, Anderson tiene a sus espectadores en el bolsillo. Pero le falta instinto asesino, carece de precisión para rematar una gran jugada. Como en Pozos de Ambición, la historia va perdiendo fuelle a medida que avanza y la sucesión de escenas cae en la monotonía. El desenlace, al más puro estilo Anderson, ofrece, no obstante, un gratificante lirismo.
En definitiva, The Master sigue mostrando las virtudes de un director de gran nivel, pero extiende también una sombra sobre su cine. Tal vez tras esta película, el maestro Anderson necesite un cura de desintoxicación de sí mismo. Nunca viene mal.
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