Tras el asesinato de varios atletas israelíes por el grupo terrorista palestino “Septiembre Negro” durante los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, un agente especial del Mossad tuvo que ejecutar una misión altamente secreta: asesinar a los responsables. Así arrancaba la que probablemente sea una de las mejores películas de Steven Spielberg y, sin lugar a dudas, la más infravalorada.
Cuando has filmado obras del calibre de Tiburón, La Lista de Schindler, E.T., Salvar al Soldado Ryan, Jurassic Park, la saga Indiana Jones, resulta complicado satisfacer al gran público. No existe otra explicación al hecho de que Munich no se llevase un carro de Oscars. El temible retrato de una obsesión y de un conflicto sin fin que, lejos del esperado proselitismo, se acomoda en el incomodo punto de quien sabe que las cosas no son blancas ni negras, sino todo lo contrario.
Puede que se entendiese como una forma de proselitismo, pero, sea simpático o antipático el punto de vista, la realidad es que la puesta en escena de Munich resulta difícilmente comparable. De hecho no deja de ser un retrato más humano que otra cosa.
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