Expediente Warren: El último rito

Salí del cine como quien baja de una montaña rusa que ya no da miedo, pero que sigues montando por costumbre. La sala medio llena, el silencio espeso cuando encendieron las luces, y yo con esa sensación rara: ni furia, ni euforia, ni escalofríos. Solo una cosa en la cabeza: ¿de verdad este era “el último rito”? Porque si lo era… qué bajón.

Yo venía con fe, con cariño, con el corazón blandito. Porque Ed y Lorraine Warren no son solo personajes: son esa pareja que llevamos más de una década viendo pelear contra demonios con una fe inquebrantable y un amor de esos que ya ni se escriben en las películas. Patrick Wilson y Vera Farmiga siguen estando espectaculares, con una complicidad que levanta hasta los guiones más cojos. Pero esta vez, ni ellos han podido con todo.

La peli arranca con fuerza: un prólogo inquietante, una casa encantada, un espejo maldito… todo muy de manual pero con buen pulso. Por un momento piensas: “¡Ojo! ¡Esta sí!”. Pero no. En cuanto arranca la investigación, todo se vuelve rutina. Un susto por aquí, una mirada intensa por allá, y un ritmo que se va desinflando como un globo que pierde gas por una grieta invisible.

Los sustos, lo peor. Mira que no pido mucho: un par de escenas bien montadas, un silencio bien usado, un “¡zas!” que te reviente los nervios… pero aquí casi todos los jumpscares se ven venir desde la otra punta del pasillo. Es como si alguien te dijera: “Ahora viene el susto, ¿eh? ¡Prepárate!” Y claro, no funciona. La tensión se diluye, la atmósfera no cala, el miedo no llega.

Y ojo, no es solo por los sustos. El guion es otro problema. Se nota que intentan darle más peso emocional al caso, más historia detrás del horror. Hay una subtrama con la hija de los Warren que tiene buenos momentos, un par de escenas que te tocan la fibra… pero en general todo se siente estirado, alargado, innecesariamente empantanado. Son más de dos horas que podrían haber sido noventa minutos potentes y te vas a casa más cansado que asustado.

Ahora, cuando la peli se olvida del terror y se centra en el amor entre Ed y Lorraine, ahí sí que brilla. Hay una escena en particular (ya la verás) en la que ambos se enfrentan al mal tomados de la mano, como si no existiera otra forma de sobrevivir al infierno. Esa escena, esa sola escena, vale más que media saga de spin-offs baratos.

Porque esa es otra: se nota el desgaste. Esta saga ha dado demasiado de sí. Ya no hay sorpresas, ya no hay emoción verdadera. Estamos viendo una fórmula repetir sus trucos con menos energía, menos alma, menos ideas. Como cuando una banda legendaria saca su último disco y, aunque no está mal, sabes que no es el final que merecías.

Eso sí, como cierre emocional, funciona. El “último rito” tiene más de despedida sentimental que de apoteosis terrorífica. Es como una carta de amor a los Warren, no una historia para aterrarte. Y eso, aunque inesperado, no está mal del todo. Solo que… si venías buscando una montaña rusa de horror, mejor cambia de tren.

Lo más destacable (y lo más doloroso)

  • Patrick Wilson y Vera Farmiga: siguen siendo oro puro. Se creen sus personajes y te los hacen creer a ti. Son lo mejor de la película.

  • El componente emocional: funciona en momentos puntuales. La conexión entre los personajes tiene fuerza.

  • El terror en piloto automático: sustos reciclados, atmósfera floja, guion alargado y sin garra.

  • Un cierre más nostálgico que impactante: toca la fibra, sí, pero no te sacude como debería una peli que se vende como “la última”.

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