Crítica de Romería, el nuevo viaje emocional (y polémico) de Carla Simón

Vale, te cuento: salí de Romería con esa mezcla rara de nudo en la garganta y rabia contenida, como cuando alguien te habla de algo importante y no quiere entrar en detalles, pero justo por eso te deja pensando más. Carla Simón se mete otra vez en terrenos íntimos, familiares, incómodos. Y sí, ya sé que suena a “cine social”, pero aquí hay algo distinto: hay silencio, hay miradas que cortan más que cualquier discurso, y hay una Galicia filmada como si el mar hablara a escondidas.

La historia de Marina (Llúcia Garcia, ojo con este debut que tiene más verdad que muchos veteranos) es sencilla: va a Vigo a buscar a la familia de su padre biológico, muerto de sida igual que su madre, cuando ella apenas tenía recuerdos. Lo que podría sonar a melodrama barato, aquí se convierte en otra cosa: un viaje incómodo donde cada encuentro familiar es un espejo roto. Los tíos, los abuelos, todos con esa vergüenza silenciosa de quien prefiere barrer la mugre bajo la alfombra antes que mirarla de frente. Y Marina, con su sola presencia, les recuerda lo que nadie quiere nombrar: heroína, sida, vergüenza heredada.

Lo grande es que Simón no fuerza nada. No hay subrayados, ni lágrimas de telefilm, ni discursos de reconciliación.Hay silencios. Hay una cena donde los cubiertos suenan más que las palabras. Hay un abuelo que no sabe si mirar o bajar la vista. Y hay Marina, que se mueve entre la ternura y el dolor como quien pisa un terreno lleno de cristales.

La película también juega con la memoria. Super-8, ensoñaciones, diarios de la madre leídos en off, imágenes granuladas como fantasmas colándose en la realidad. No es artificio: son fogonazos sensoriales que nos recuerdan que la memoria nunca es un relato claro, sino trozos que se pegan como pueden. Y, aún con eso, la directora consigue que no se rompa el pacto con lo real: estás ahí, en Galicia, oliendo la humedad, sintiendo esa incomodidad heredada.

¿Hay fallos? Claro. El tramo final se nota algo disperso, como si la película se cansara de su propio peso. Algunas escenas parecen alargarse más de lo necesario, y en ese intento de ser “observacional”, el ritmo a veces se convierte en un tostón con mayúsculas. Entiendo a quien salió aburrido: no es una película amable ni redonda. Pero también creo que esa irregularidad forma parte del viaje: buscar respuestas en el pasado no te da nunca un cierre perfecto, sino migas sueltas.

Lo más potente, para mí, es cómo conecta con la herida de una generación: los 80, la heroína, el sida, las familias que escondieron lo que no sabían cómo afrontar. Y cómo ese silencio aún pesa sobre los hijos, incluso los que no vivieron nada directamente. En ese sentido, Romería es un duelo, sí, pero también un abrazo torpe. No hay reconciliación fácil, solo la constatación de que somos herederos de historias que nunca nos contaron del todo.

Y ojo a un momento que me atravesó: una verbena con Siniestro Total sonando, euforia y decrepitud mezcladas, un instante de vida que se desborda justo donde la muerte siempre estuvo presente. Ahí Simón se permite un respiro, una especie de exorcismo colectivo, aunque algunos digan que es ridículo o impostado. Yo lo compré.

En fin, no es cine para todo el mundo. Quien busque ritmo, giros o catarsis clara, saldrá renegando. Pero si te dejas llevar, Romería funciona como una peregrinación íntima: no hacia un santuario, sino hacia las grietas de la memoria y la incomodidad de lo que se hereda.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *