Peter Sellers, el genio de las mil voces y los mil problemas

Peter Sellers habría soplado hoy las velas del siglo si no fuera porque, entre infartos, crisis nerviosas y ataques de locura cómica, su corazón dijo “hasta aquí hemos llegado” en 1980. Pero qué manera de vivir la que tuvo. A mí, lo que siempre me ha fascinado de Sellers es que nunca sabías quién era… ni él mismo lo tenía muy claro. Era un tipo que podía interpretar tres personajes en una misma película y ninguno se parecía ni remotamente al anterior, pero cuando apagaban la cámara, se quedaba como en blanco, como si no supiera en qué cuerpo habitar.

Uno de sus talentos más tempranos –y también de los más peligrosos si vivías con él– era la imitación obsesiva. Desde niño, imitaba a todo el mundo: profesores, vecinos, su madre, y hasta los muebles si le pillaba creativo. No es una exageración decir que podía pasar horas hablando solo con voces distintas. Y no lo hacía por ensayar; lo hacía porque era su forma de estar en el mundo. Una vez, durante una fiesta, desapareció y reapareció en bata de terciopelo, acento alemán y monóculo, afirmando que era un coronel retirado del Tercer Reich. Nadie entendía nada, pero él siguió en personaje toda la noche.

Y eso no era un caso aislado. Peter Sellers no “hacía” personajes, los encarnaba hasta volverse insoportable. En el rodaje de La Pantera Rosa, se presentaba todos los días con nuevas ideas para Clouseau: que si un nuevo acento, que si una cojera aleatoria, que si ahora se vestía como su madre. El director ya ni preguntaba. Y, por supuesto, todas esas tonterías acababan funcionando. Porque Sellers era un genio, sí, pero también un caos ambulante.

Otra de sus manías memorables era su aversión a ciertos colores. No soportaba el verde. Pero no era que no le gustara, no: si un objeto del set era verde, se paralizaba, decía que estaba “maldito” y se negaba a grabar. En una ocasión, obligó a repintar un vagón entero del tren en el que iban a grabar porque el tono de verde le recordaba a “la envidia de su infancia”. Ni Freud lo explicaría.

Pero si hablamos de Sellers, hay que hablar de infartos dramáticos. Y no, no me refiero a los del corazón –aunque tuvo varios, y uno de ellos casi lo manda al otro barrio antes de los 40–. Me refiero a sus infartos emocionales: abandonaba rodajes sin avisar, despedía al director porque el té estaba frío o se encerraba en su caravana dos días porque “le había mirado raro un técnico de sonido”. Una vez, durante un rodaje, se convenció de que el espíritu de su madre muerta le había dicho que no hiciera esa película… y no volvió.

Eso sí, lo que tenía de intenso lo tenía también de brillante. En Dr. Strangelove, interpretó a tres personajes distintos, con acento, tics, manías y hasta posturas físicas completamente diferentes. Fue tan brillante que uno ni se da cuenta de que es la misma persona. Aunque, claro, según cuentan, también intentó que le pusieran una cuarta peluca para hacer un cuarto personaje, porque “la película no estaba equilibrada energéticamente”.

Y luego está su vida personal, un cóctel de matrimonios rotos, crisis espirituales y sesiones de espiritismo con mediums que le hablaban de Shakespeare, Buda y Elvis en una misma conversación. Se casó cuatro veces y, según se dice, cada esposa fue más paciente que la anterior… hasta que ya no. A una de ellas le pidió el divorcio porque “su aura había cambiado y eso interfería con su proceso creativo”. Tela.

Su hija contó una vez que cuando ella, siendo niña, le dijo que parecía “un abuelo cansado” tras verle en Bienvenido Mr. Chance, él le lanzó una copa de vino. No es la típica anécdota entrañable, lo sé, pero así era él: impredecible, ególatra, frágil y brillante a partes iguales.

También tenía una obsesión con la astrología. No firmaba un contrato sin consultar antes con su astrólogo de cabecera. Si los astros no le daban permiso, no había película, no había escena, y si me apuras, ni desayuno. Era un actor que prefería la aprobación de Saturno a la de un productor.

Lo curioso es que, a pesar de todas sus rarezas, no hay nadie que haya llenado su hueco. Muchos han intentado imitar su estilo, pero ninguno ha logrado esa mezcla de gracia, incomodidad, ternura y demencia que él bordaba como nadie. Peter Sellers fue un genio raro, un tipo incómodo de querer, pero imposible de olvidar.

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