“Lo que aprendí de mi pingüino”: cuando la memoria histórica se convierte en comedia animal

Hay películas que nacen con la etiqueta “basado en hechos reales” y ya sabes lo que te espera: emoción fácil, un poco de ternura y un animal carismático que roba el plano. Lo que aprendí de mi pingüino cumple con todo eso, pero con un añadido inesperado: quiere mezclar feel-good movie con dictadura argentina de 1976. Sí, así de loco suena. Y el resultado, como imaginarás, camina torpemente entre lo entrañable y lo ridículo.

La premisa: un profesor inglés quemado de la vida (Steve Coogan) aterriza en Buenos Aires buscando paz y termina enfrentándose a un país fracturado, un alumnado imposible y un pingüino cubierto de petróleo al que rescata de una playa. Hasta aquí, todo dentro de lo pintoresco. Lo que ya roza lo marciano es cómo ese pingüino —bautizado Juan Salvador Gaviota, ojo al simbolismo de manual— se convierte en catalizador político, símbolo de libertad, esperanza y resistencia frente al régimen militar. Un ave como Che Guevara de plumas.

Por un lado, la peli funciona como comedia amable con bicho adorable: ves al pingüino chapoteando en los pasillos del colegio, robando sonrisas a alumnos y profesores, y ahí sientes el encanto. Lo mejor es que no tiran de CGI: el animal es real y tiene más carisma que medio reparto. Por otro lado, Cattaneo intenta colar un trasfondo de represión, desapariciones y censura. Y ahí es donde se estrella. Porque la dictadura queda reducida a decorado de telenovela, usado solo para subir la dosis de drama cuando la trama del profesor y su pingüino flojea.

Steve Coogan hace lo que sabe: sarcasmo británico y cara de “no puedo creer que esté aquí”. Funciona a ratos, pero nunca llega a ser el profesor entrañable que la historia pide. Jonathan Pryce, como director del colegio, está correcto, aunque atrapado en un papel cliché. Y los secundarios —la limpiadora sufrida, la sobrina que representa la inocencia perdida, los alumnos rebeldes de manual— parecen sacados de un catálogo de personajes estándar de “cine educativo con moraleja”.

Lo que más chirría es el tono: ¿es una feel-good movie de profesor que aprende de sus alumnos? ¿Es un drama político sobre la represión argentina? ¿Es una fábula con un pingüino como gurú espiritual? La película intenta ser todo eso a la vez y termina siendo un híbrido raro, que emociona a ratos pero incomoda por lo simplón de su mirada histórica. Meter al pingüino como símbolo de la libertad cuando detrás hay miles de desaparecidos reales suena, como poco, a frivolidad.

Y sin embargo… algo tiene. La ternura del animal, la música que mezcla folclore rioplatense con toques ligeros, la inevitable emoción de los chavales cambiando gracias al bicho. Sí, es tramposo, sí, es dulzón, pero engancha en esa manera de película dominguera que ves con un café sin esperar gran cosa. El problema es que, al intentar dar la lección política, se queda en sermón barato y superficial.

En resumen, Lo que aprendí de mi pingüino es un film amable, simpático, con un ave que roba corazones, pero que nunca encuentra el equilibrio entre conciencia y ternura. Quiere ser crítica, pero acaba siendo un cuento naïf disfrazado de drama histórico. Lo peor es que, cuando termina, te acuerdas más del pingüino que de Argentina en los 70. Y eso, viniendo de donde viene, suena a derrota.

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