Reconozco que no soy muy fan del cine Irakí, pero a veces casi por casualidad uno se topa con películas de países “raros” y se lleva gratas sorpresas, como es este caso. Hay películas que llegan con fuegos artificiales, estrellas de Hollywood y tráilers gritones. Y luego están estas otras: películas chiquitas, calladas, que no vienen a gritar, sino a susurrarte verdades incómodas al oído. La tarta del presidente es una de esas. Y no, no es perfecta. Pero joder, te deja con el estómago encogido y una extraña mezcla de ternura y rabia que tarda en irse.
Lamia, Hindi y la tarta más imposible del mundo
La historia suena tan absurda que cuesta creer que esté basada en hechos tan posibles como escalofriantes: en pleno Irak de los 90, en una aldea que parece tragada por la sequía y las sanciones, una niña de nueve años tiene que hacer una tarta para el cumpleaños de Sadam Hussein. Porque si no la hace… cárcel o algo peor. Así de ridículo. Así de terrorífico.
Lamia, interpretada por una conmovedora Baneen Ahmad Nayyef, es una niña con una mirada que duele. Tiene ese tipo de rostro que no actúa: respira, sufre, sueña. Vive con su abuela y un gallo llamado Hindi en un rincón del mundo que parece olvidado por Dios y por el FMI. Conseguir huevos, harina y azúcar se convierte en una odisea, una aventura de supervivencia, de ingenio infantil contra la estupidez autoritaria.
Y aquí está lo potente: no estamos ante una historia bonita de niños siendo valientes. Estamos ante una historia brutal disfrazada de cuento. Una fábula amarga sobre el miedo, la humillación y la resistencia.
Pobreza, polvo, dignidad
Hasan Hadi debuta con una película que parece hecha con las uñas, con polvo, con tripas. La fotografía es sobria, naturalista, y tiene un polvo visual que se mete en la nariz. Sientes el calor, el hambre, el miedo a cada paso. Hay planos que parecen sacados de un documental, y eso le da una crudeza especial. Pero también hay ternura: en los gestos de la abuela, en el humor involuntario de Hindi (ese gallo es casi un símbolo), en la ingenuidad invencible de los niños.
La relación entre Lamia y su amigo Saeed le da ligereza a tanto drama. Hay juegos, hay risas, hay ese instinto infantil de seguir adelante aunque el mundo se desmorone. Pero nunca se infantiliza su dolor. La película sabe exactamente cuándo mostrar la dureza sin explotarla.
Y sí, hay escenas forzadas, un par de giros demasiado de manual, y momentos en los que el mensaje se pone más grande que la historia. Pero se le perdona. Porque hay verdad detrás.
Una crítica con nombre y apellido (y sin sermones)
Lo más valiente de La tarta del presidente es que apunta a todos: al régimen de Sadam, sí, pero también a la ONU, a Occidente, a los adultos que callan por miedo. Aquí no hay buenos absolutos. Hay supervivientes, hay cómplices por necesidad, hay profesores que siguen las órdenes porque también tienen miedo.
El terror aquí no viene de un soldado con fusil, sino de un sistema absurdo que convierte una tarta en una amenaza de muerte. Y todo contado con una delicadeza que desarma.
Una niña contra un monstruo invisible
La imagen que me llevé clavada fue la de Lamia cargando una bolsa con huevos como si llevara dinamita. Cada paso que da parece una bomba de tiempo. Cada mirada adulta es una posible traición. Pero ella sigue. Porque cuando tienes nueve años y el mundo te exige cosas que ni los adultos pueden hacer, lo único que te queda es caminar. Y rezar que no se te rompa un huevo.