Te imaginas un lugar de sol, fiesta, libertad, cuerpos que se reconocen y deseo que arde sin vergüenza. Eso es Maspalomas al inicio. Vicente, nuestro protagonista, ha hecho de ese paisaje su refugio: tras romper con su pareja, vive sus días entre playa, encuentros, música y placer —una celebración tardía de vivir libre sin disfrutarlo del todo, porque el pasado nunca está lejos. Pero claro: cuando el accidente lo obliga a volver, esa “libertad adquirida” choca con los muros de una ciudad que no olvida, con el reencuentro con una hija que fue abandonada, y con una residencia donde todo lo que celebró puede volverse otra vez silencio.
Desde ese contraste comienza la película. Te seduce con luz, con cuerpos, con libertad, y luego te atrapa en una habitación donde los gestos acusan más que las palabras. Sientes que el paraíso puede devorar tanto como liberar.
En primera persona: lo que me funcionó y lo que no
Soy de los que creen que el cine valiente no teme los rincones incómodos. Y aquí Maspalomas da varias bofetadas buenas:
Lo que me conmovió con fuerza
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Vicente como protagonista complejo. No es un héroe idealizado, es alguien con culpas, deseos contradictorios, miedos profundos. Y verlo pasar del éxtasis al repliegue obliga a acompañarlo, aunque duela.
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La tensión entre lo que fue y lo que queda. El choque entre la vida vivida en Maspalomas y la sombría realidad de una residencia en San Sebastián expone cuánto puede pesar el entorno en la identidad.
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La voz silente del deseo en la vejez. Esa idea —que los cuerpos mayores también arden, que el deseo no desaparece aunque lo invisibilicen—, está ahí, sin adornos ni lástimas.
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El reencuentro con la hija, la culpa y el intento de reparación. Hay una escena particular entre ellos con miradas y palabras a medias que me dejó en el pecho un nudo.
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El guion que no teme lo escarpado. Ha sido destacado por muchos críticos: un relato que no busca ser amable siempre, sino auténtico. FilmAffinity+2Hobby Consolas+2
Pero no todo alcanza esa altura, y no niego mis reservas:
Lo que me pareció flojo o limitado
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Hay momentos, especialmente en la transición del segundo acto, donde la película se siente un poco más convencional del tono que había venido construyendo. Se inclina hacia recursos emocionales esperados.
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Algunos personajes secundarios quedan poco desarrollados: se insinúan cruces interesantes, pero casi nunca explotan.
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Puede sentirse agotadora para ciertos públicos: el ritmo lento, las pausas demandantes, las escenas íntimas fuertes… no es cine pasillo que devoras sin pensar.
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En el tramo final, la película debe resolver muchos hilos emocionales y de identidad, y eso le obliga a tensar —a veces con éxito, otras, con menos soltura.
Comparaciones, contexto, giro cultural
Los Moriarti (Goenaga y Arregi) ya tienen una cartelera con películas que exploran el silencio, lo escondido, lo emocional. En Maspalomas amplían ese universo hacia la vejez, hacia cuerpos que los filmes “principales” rara vez miran.
El sesgo cultural —la presión social, el “qué dirán” en comunidades pequeñas o residencias cerradas— se asoma como estructura del relato. Incluso en esos espacios reducidos, el filme logra que sientas que el protagonista está asfixiándose lentamente. En lo formal, la dirección apuesta por la contención: encuadres sobrios, silencios que pesan, planos interiores donde los cuerpos se vuelven paisajes de memoria.
También me gustó que no rescate el cliché fácil de “horror de entrar al armario de nuevo”; en muchos momentos respeta la lentitud del rechazo, la ambivalencia de la identidad cuando se vuelve una herida.
Mi veredicto emocional
Salí con el corazón latiendo más lento, con preguntas y un eco persistente: ¿puede alguien “volver al armario” después de haber vivido libre? Más que un conflicto dramático, lo sentí como un espejo brutal de lo que aún ocurre: las personas mayores, los cuerpos menos visibilizados, merecen contar su periplo, su deseo, su dolor.
No es una película cómoda, tampoco pacífica. Es áspera en sus bordes, pero llena de luz escondida. No solo habla de un hombre gay de 76 años: habla de todos quienes alguna vez debieron silenciar lo que sienten para encajar. Y tal vez de que volver a callar sea un acto político doloroso.