Crítica de Bala perdida. El Aronofsky menos Aronofsky

“Bala perdida” (sí, Aronofsky jugando a ser vecino de Guy Ritchie en el Lower East Side) es de esas que te agarran por la solapa y te arrastran por la noche neoyorquina a ritmo de vasos rotos y chistes que no sabes si te hacen reír o te dejan un hematoma. Hank Thompson (Austin Butler), ex promesa del béisbol y presente tirando a calamitoso, acepta cuidar un gato y, de repente, todo es cuchillos, llaves misteriosas y mafiosos con ganas de conversación… y de tu riñón. Es como si “After Hours” se juntara con “Snatch” en un after un lunes a las tres de la mañana: mala idea, gran anécdota.

Lo primero: Butler está magnético. No en plan “estoy actuando mucho, mírenme”, sino con esa calma del tipo que sabe que su encanto puede convertirse en amenaza en dos planos. Hace de héroe caído y de barman roto con un cansancio que no es pose; lo ves andar y ya entiendes que ese pasado deportivo aún pesa más que la resaca. Hay un detalle que me atravesó: la gorra. No es un accesorio, es una brújula emocional; un pedazo de pasado al que se aferra como quien se agarra a la barandilla en un ferry con mal oleaje. Cada vez que aparece, te recuerda que este thriller de mamporros y gags también quiere ser una peli sobre la culpa, el accidente que te cambia la vida, el miedo a mirarte al espejo.

Zoë Kravitz funciona como contrapeso luminoso —paramédica con la paciencia justa—, aunque me habría gustado que Aronofsky le abriera más el juego. Cuando la cámara se queda con ella, la película respira, encuentra un pulso más humano entre tanta cuchillada. Matt Smith, por su parte, es un punk de postal divertidísimo, un vecino que te presta el gato y, sin querer, te alquila un tiovivo de desgracias. Y luego están los mafiosos rusos y judíos, caricaturescos por momentos, pero con esa mala leche graciosa que te hace sonreír justo cuando no deberías. Sí, el gato roba escenas (y planos) con la insolencia de quien sabe que es la única criatura verdaderamente inocente en este circo.

A nivel tono, esto es un cóctel con medidas imprecisas: comedia absurda + violencia seca + drama de resaca. ¿Funciona siempre? No. Hay cambios de registro que chirrían; alguna broma aterriza justo después de un momento íntimo y te saca de la atmósfera. Pero incluso cuando el chiste descoloca, Aronofsky filma con una elegancia suciaque te mantiene dentro. Hay set pieces muy bien coreografiadas —persecuciones que duelen, palizas que no buscan el lucimiento sino el golpe en el estómago— y una Nueva York noventera que huele a tubo fluorescente y a alquitrán caliente. La cámara (Libatique está en modo bisturí) se mueve con esa precisión que no presume; te mete en el caos sin marearte, te sujeta por el cogote y te hace mirar.

La música va a gustar a los que prefieren banda sonora con descaro: suena “cool”, a veces demasiado “cool”, como si alguien hubiera puesto una lista en Spotify titulada “Crimen con estilo”. Pero cuando el volumen baja, emerge algo más interesante: la sensación de pesadilla lúcida, de laberinto nocturno en el que cada salida es otra trampa. La peli no quiere sermonearte, pero deja claro su tema: el miedo te come vivo si lo alimentas, y los recuerdos no son museo; son gasolina o son ancla. Hank solo empieza a respirar cuando acepta que no hay rewind, solo play con cicatrices.

¿Y Aronofsky? Está relajado, que no es lo mismo que perezoso. No es su obra más personal, ni falta que hace. Se permite jugar al género, sacar brillo a la mugre, meter humor sin moralina y construir un descenso al caos que, por momentos, es puro parque de atracciones con cuchillas en las barandillas. Cuando la película promete más de lo que entrega es porque insinúa un subtexto emocional que a ratos se queda en superficie. Pero cuando se entrega al enredo y a la brutalidad juguetona, funciona como un tiro.

Regina King aparece con una presencia seca, autoritaria, de esas policías que han visto la ciudad arder y ya no compran humo; cada diálogo suyo añade un gramo de dignidad al delirio. Y sí, hay cameeos y guiños que buscan la risa cómplice del patio de butacas; algunos entran, otros no. Lo que nunca pierde es ritmo: en una hora te ha pasado encima más trama que en tres thrillers “prestigio” de los que confunden lentitud con profundidad.

En resumen, “Bala perdida” es un capricho sucio, divertido y a ratos conmovedor. Si vas buscando la trascendencia de “El cisne negro”, te vas a estrellar. Si entras al juego de “un tipo, un gato y la mala suerte organizada”, sales con los nudillos pelados y una sonrisa torcida. Butler confirma estrella, Kravitz pide más minutos, Smith roba el plano y Aronofsky demuestra que sabe rebajar la intensidad sin perder el pulso. No cambiará tu vida; te la despeina.

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