
¿Sabes cuando una película te persigue un rato después de apagar la pantalla? Pues La deuda, de Daniel Guzmán, es de esas que se cuelan por debajo de tu piel aunque tenga asperezas. No es perfecta, pero lo que le perdono (y lo que le agradezco) es que no pretenda disimular sus grietas.
Desde el primer plano ya sabes por dónde va: Lucas, cuarentón con pocas opciones y más cicatrices que certezas, comparte piso con Antonia, una anciana que lo acogió. Ese vínculo atípico —no de sangre, pero de carne, de tiempo, de pasados— es lo que da alma a este relato. Luego entra la patada del sistema: un fondo de inversión compra el edificio, amenaza con convertirlo en pisos turísticos y pone a ambos en una cuenta atrás brutal.
Guzmán te dice enseguida: esto es un thriller social hecho de lo cotidiano, no de explosiones ni de villanos enmascarados. Hay delitos, persecuciones en coche, policías, mafias, polvo en los zapatos… pero todo pivotando siempre alrededor de la culpa, el deber —la deuda— no solo económica, sino moral, afectiva.
Y aquí empieza lo más poderoso: la contradicción humana. Lucas no es un santo ni un criminal naciente; es alguien atrapado por lo que le tocó vivir, por lo que debe, por lo que siente que debe. Esa línea resbaladiza entre lo que uno quiere hacer y lo que acaba haciendo late fuerte en la película. Sus encuentros con personajes como la enfermera (interpretada por Susana Abaitua) o la figura de Itziar Ituño le ponen espejos al corazón: ¿dónde empieza la ayuda y dónde la dependencia? ¿Cuándo salvar a alguien es condenarse a ti mismo?
Y luego está Rosario García, elección arriesgada y magnífica: actriz no profesional de 91 años que da una presencia brutal a Antonia. Su carácter, sus silencios, sus arranques escépticos, su dignidad consumida pero intacta, son capaces de sostener muchas escenas enteras con el peso del tiempo y la memoria. En sus gestos se ven arrugas, historias no contadas, faltas y perdones.
La película no siempre camina fino. En varios momentos olvida modular el ritmo y le pesa el traje del thriller: algunas escenas de acción se sienten forzadas o poco verosímiles, hay decisiones argumentales que estiran la credulidad, y ciertos detalles quedan como hilos sueltos. Pero hay algo que vale más que una trama impecable: la honestidad del gesto. Guzmán no viene a pontificar: viene a mostrar lo que observa, lo que le duele, lo que le quita el sueño.
Madrid es también personaje. Calles, barrios periféricos, aceras, fachadas sucias, luz de atardecer en ventanas vetustas. La ciudad se rasga, se reconfigura, impone su lógica cruel. Esa presencia urbana es, en buena parte, la resistencia silenciosa de quienes la habitan sin que nadie pregunte.
Y cuando el final llega —un plano que se siente como un suspiro más que como una declaración— piensas que quizás es el único que podía brotar de un relato tan dolido y básico. No lo quiero idealizar ni redentor: es un cierre que marca cicatriz.
En definitiva: La deuda es una bofetada delicada, un llanto lento hecho de silencios, errores y ternuras que intenta equilibrar lo que quiebran las grietas sociales con lo que construyen los afectos. No lo consigue siempre, pero duele de verdad. Y en estos tiempos en que el cine social a veces se vuelve pura cartonería moral, ver algo con heridas reales es casi un milagro.
3 comentarios en «Crítica de “La deuda”»
y3b7kh
14qzcb
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Salud
Mary com