Crítica de “La vida de Chuck”

La vida de Chuck no es cine de fórmula, es un experimento emocional con voluntad de arriesgarse. Si lo ves con algo de paciencia, te puede atravesar. Si buscas un thriller tradicional o respuestas cerradas, quizá salgas con la sensación de que le faltó garra. Sé que esto puede echar para atrás a mucha gente pero créeme, merece la pena.

Desde el principio sientes ese pulso extraño: el relato empieza por el final —Chuck muriendo en un mundo que colapsa— y retrocede hacia su infancia, como si también su memoria necesitara reescribirse al revés. Esa estructura inversa impone: obligas al espectador a recomponer piezas, a mirar al personaje de modo fragmentario. Y ese es su primer triunfo: te arrastra al territorio de lo difuso, lo incompleto.

Porque lo que importa en La vida de Chuck no es tanto “qué sucede” como “qué se siente”. Esa es la apuesta de Mike Flanagan: construir un universo íntimo sobre el tiempo, la memoria y lo que dejamos atrás. No sorprende viniendo de alguien que ya había explorado la fantasía y el terror para tocar lo humano. Aquí hay fantasmas literales y simbólicos, pero nunca con ganas de asustar: funcionan como ecos, como resonancias de lo que somos.

Tom Hiddleston, en su versión adulta de Chuck, sostiene el centro con esa mezcla que le va tan bien: fragilidad contenida, una melancolía serena. No se pasa dicciones ni gestos, pero cuando la cámara se acerca, ves el temblor, la grieta. Y luego está Jacob Tremblay (o Benjamin Pajak en algunas versiones), en la infancia de Chuck, explorando esa inocencia partida, ese conflicto entre lo que uno es y lo que podría haber sido. Mark Hamill, como abuelo secreto y cargado de silencios, da de los momentos más punzantes, llenos de culpa no dicha.

Uno de los pasajes que más va a marcarte: la escena en que Chuck baila y arrastra a alguien más a ese baile colectivo —un momento que parece estallar como un chispazo de vida, justo cuando todo parece desmoronarse. Esa escena ni corta, ni perezosa, lo dice todo: aquí la existencia no se vive en la seguridad, sino en los impulsos, en lo extraño, en el acto desinteresado de conectar.

Ahora bien: no todo en La vida de Chuck funciona con igual precisión. En ciertos momentos el guion se vuelve hablador: voz en off, monólogos que explican lo que ya intuías, subrayados emotivos que rozan lo cursi. Esa inclinación al “mensaje visible” le juega en contra; hay tramos en los que el arte se diluye en disertación sentimental. A eso súmale que el ritmo es irregular: la primera parte engancha con fuerza, el tramo medio vacila un poco, y el cierre busca suavidad cuando quizás pedías un golpe final.

Pero ojo: esos elementos no hunden del todo la película porque hay en ella momentos de verdad —destellos— que hacen que todo justifique su territorio. Cuando la narrativa se apoya solamente en frases, falla. Pero cuando la imagen, el gesto, el silencio, la música —esa partitura contenida de The Newton Brothers— se hacen uno con la emoción, funcionan como un arma callada.

Y es justo ahí donde encontrás lo más potente: en la contrariedad de creer que una vida “ordinaria” pueda desplegar universos dentro de sí. Flanagan no necesita un villano para inquietarte; basta con que Chuck mire al vacío, o que sus recuerdos se proyecten contra el mundo. Esa convicción, esa fe en lo mínimo y lo cotidiano, es lo que convierte gran parte del relato en poesía modesta.

Pero—y esto lo pongo con cariño—la película se arriesga tanto que también apunta al exceso. Esa ambición expresa muchas veces puede volverse una trampa: si no te contagiás, puedes sentir que todo es demasiado suave, demasiado edulcorado. Y habrá quien diga que todas esas citas literales (Whitman, la idea de “contenemos multitudes”) son ya un telón de fondo previsible, una expresión perezosa para decir “somos complejos”. Algunos críticos la llamaron “insípida sentimentalidad” o “escapismo suave” porque ese afán por elevar lo humano puede volverse dulzón.

Aun así, esa tensión es bienvenida: una película que no quiere darte respuestas, sino fragmentos para que los armes tú. Que se atreve al poema visual y emocional en una era en la que el cine parece haber olvidado que los silencios también cuentan.

¿Para quién es La vida de Chuck? Para quien no huye del riesgo emocional, para quien puede soportar que lo saquen del centro. Para quien quiera sentir que lo pequeño importa. Para quien quiera mirar a la muerte de frente, pero también rendir homenaje a los instantes absurdos, a los recuerdos que duelen y a los gestos que no supimos dar. Si vas con esa disposición, el regalo te puede llegar adentro.

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