Guillermo del Toro lleva al monstruo de Frankenstein al banquillo de los sentimientos

Imagínate sentado en el sofá, las luces bajadas, y de pronto aparece el título “Frankenstein” en la pantalla… sólo que esta vez no es un refrito más del clásico de Mary Shelley, sino que lleva la rúbrica del inconfundible Guillermo del Toro. Y amigo mío, vaya película que ha gestado.

Desde el primer fotograma, se nota que Del Toro no ha venido a “renovar el mito” —vaya tela con la palabra renovar—: ha venido a ampliarlo, a subrayarlo y, sí, en muchos momentos a exagerarlo. Porque esta “Frankenstein” es belleza gótica a gran escala, es melancolía, es monstruo, es ciencia, es culpa y es lágrima. Está todo y lo vemos.

Lo que funciona

Primero, lo visual: la ambientación victorian‑oscura, la nieve que cae, los relámpagos que parten cielos, la criatura ensartada con partes cadáveres como un collage macabro. Es lo que uno espera (y más) de Del Toro. Esa paleta de colores oscuros con un toque melancólico… esa luz que parece llorar por el monstruo. El director se la juega y gana. No solo cuenta una historia, la pinta.

Luego, las actuaciones: Oscar Isaac como Víctor Frankenstein es puro volcán: brillante, obsesivo, desequilibrado. Y Jacob Elordi como criatura… hombre, difícil no conmoverse. De esa criatura que no solo busca arrancar gritos de terror, sino arrancar un “¿por qué me hiciste así?” En ese contraste entre creador y creación, entre poder y sufrimiento, hay material para pensar.

Y el tema: el rechazo, la soledad, lo monstruoso como espejo de lo humano. Del Toro lo entiende: no quiere solo un engendro que aterrorice, quiere un ser que duela. Porque cuando la criatura se rebela, no es solo porque fue rechazada: es porque “no me quisiste, y ahora existo”. Esa es una herida que duele más que cualquier grito.

Lo que no llega tan lejos

Y sí… ahí está el “pero”. Porque en el afán de abarcar tanto, de hacerlo todo y expuesto a cielo abierto, la película a veces se siente… saturada. Uno de los críticos lo describió como “sobreexplicada / sobredialogada”. Y no le falta razón: en mi butaca a ratos pensé “vale, ya he entendido que quiere ser amado, ya he entendido que está dolido… ahora silencio y que respire”. Pero no siempre lo hace.

La sugerencia —esa magia del horror que insinúa más que enseña— aquí se convierte en exposición directa. Donde el mito de Shelley jugaba con lo velado, con lo que asomaba entre la niebla, Del Toro saca el foco, ilumina, remarca, repite. Y en ese “todo está dicho”, el misterio se diluye un poco. A ratos, el filme se convierte en un poema gótico que se preocupa por que tú lo entiendas tanto como por que tú lo sientas. Y eso lo deja con menos espacios para que el espectador complete la historia.

Mi sensación final

Me siento dividido… en el buen sentido. Hay momentos en que pienso “esta es la mejor versión de Frankenstein que he visto: rica, trágica, brutal”, y otros en que suspiro y digo “ojalá hubiera dejado un poco más de silencio, un poco más de vacío, un poco más de oscuridad sin voz”. Porque el monstruo que llora en la tormenta, el engendro que huye de su sombra –eso era bello cuando no necesitaba explicarlo. Aquí lo explica, lo repite, lo subraya. Y sí… me gusta, pero también me cansa.

Si tuviera que elegir, te diría que vayas a verla no solo por horror – aquí el terror no está tanto en el susto como en el vacío que siente el ser creado– sino por emoción, por preguntas que quedan: ¿quién es el verdadero monstruo?, ¿es aquel que crea o aquel que rechaza?, ¿y si la monstruosidad reside en el abandono? Del Toro lo sabe, lo grita, lo llora… y te lo entrega empaquetado con brillantez. Pero no en envoltorio minimalista: en un traje de gala gótico.

En definitiva: un festín visual, emocional, ético; algunas aristas de concreción que podrían afinarse, pero una película que importa, que duele y que, aunque quizá no te deje en la penumbra, sí te deja con la respiración agitada. Y en estos tiempos donde el “monstruo” se repite, ver uno que quiere ser comprendido más que temido… pues vale oro.

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