‘Golpes’ es el nuevo clásico quinqui que nadie se esperaba.

Si te digo que salí del cine oliendo a gasolina barata y a humo de Ducados, no te miento; “Golpes” es una película que te mete de cabeza en esa España cutre, sudorosa y desesperada de principios de los 80, cuando el país olía a naftalina y a futuro incierto, con la resaca de la dictadura aún en el aliento. Rafael Cobos, el guionista de cabecera de Alberto Rodríguez —el mago de La isla mínima y Modelo 77—, se lanza por fin a la dirección y lo hace con un thrillerque, si bien coquetea con la etiqueta de cine quinqui, es en realidad una historia de sangre, de cuentas pendientes que se pagan con tiros y de la memoria que se niega a pudrirse bajo tierra.

Aquí no hay poesía barata sobre el “malditismo”, hay mugre y necesidad. La película te presenta a Migueli (Jesús Carroza), un atracador que sale de la trena con un único objetivo en la cabeza: dinero, mucho y rápido, para comprar la tierra que esconde los restos de su padre, asesinado y enterrado de mala manera por la Guardia Civil en tiempos del franquismo. Es un delincuente de la vieja escuela, parco en palabras, que se expresa mejor con los puños o con un dibujo que con un discurso, y Jesús Carroza le da ese punto de autenticidad seca, de animal herido que solo sabe sobrevivir robando bancos y joyerías. Lo ves en pantalla y entiendes que ese tipo no está jugando, está intentando cerrar una herida que lleva abierta desde la infancia, una de esas que te marcan el alma y te definen como lo que eres: un marginado.

Pero claro, en la otra esquina del ring tenemos a la Némesis perfecta, que no es otra que su propio hermano, Sabino(Luis Tosar), un policía de la secreta al que le ha tocado la china: tiene que darle caza al único familiar que le queda, a ese espectro de su pasado traumático que lo obliga a recordar el crimen original, ese que los separó. La película se convierte entonces en un duelo de espejos, en una versión sureña y bronca de Caín y Abel, donde la ley y el crimen son solo uniformes para dos huérfanos marcados por la misma tragedia. Cobos es un guionista de primera, y eso se nota en la estructura, aunque la historia de los hermanos y la memoria histórica quizá ya esté un poco sobada, hay que reconocer que la forma en que entrelaza la búsqueda de dinero con la búsqueda de la dignidad de un muerto es un leitmotiv potente que le da un peso dramático a cada atraco.

Lo que sí me funciona de forma brutal es la ambientación. La fotografía de Sergi Vilanova Claudín te sumerge sin piedad en esa Sevilla de transición, con su luz dura y sus colores desvaídos, todo aderezado con una banda sonora sintética —obra de Bronquio— que te escupe a la cara ese sabor a cine ochentero, a thriller de barrio que no necesita florituras. Es una película bien contada, con ritmo, aunque es cierto que en el afán de meter tantos golpes seguidos —los atracos en sí, que están técnicamente muy bien resueltos— la verosimilitud se tambalea en algún momento; es el peaje que se paga por hacer un cine de género con corazón, supongo.

Y volviendo a los actores, que son el motor. Luis Tosar aquí está en un registro distinto, más contenido, más frágil en lo sentimental de lo que nos tiene acostumbrados, y se agradece, aunque su personaje, el policía, está algo menos desarrollado, se siente más como un motor para el drama de Migueli que como un personaje con vida propia. Pero es Jesús Carroza el que se lleva la palma, con esa voz cantante y esa mirada seca que lo dice todo. La joven Teresa Garzón también brilla, dando cuerpo a un personaje femenino que se engancha a la desesperación de Migueli, añadiendo una capa de riesgo y pasión juvenil que encaja a la perfección en ese universo de perdedores.

Si eres de los que disfrutan con ese cine español que no teme meterse en el barro, que retrata a la gente sin filtros, con ese toque de denuncia social que no se explicita, sino que se vive en cada plano, esta película te va a gustar. No es Grupo 7, porque el contexto socio-político aquí es solo un telón de fondo —la Transición como paisaje, no como denuncia—, pero es un debut solvente, honesto, que demuestra que Cobos tiene pulso para la dirección. Aunque le falte, quizá, un poco más de garra dramática en ciertas escenas y ese subtexto de la memoria histórica no cale todo lo que debería, es un viaje entretenido, tenso y necesario a una época que no debemos olvidar, contada a través de los “golpes de la vida” de dos hermanos condenados a encontrarse en el peor lado de la ley. Un recordatorio de que algunas cuentas pendientes no se liquidan con dinero, sino con justicia o con sangre, y en esta película, la línea que separa ambas es más fina que el hilo de una navaja.

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