Núremberg; El Nazi que engañó al psiquiatra: La terrorífica partida de ajedrez mental entre Russell Crowe y Rami Malek que el cine se atreve a contar.

Hoy nos toca hablar de una de esas de esas cintas que te dejan pensando en la oscuridad del alma humana, en ese pozo sin fondo que la historia insiste en recordarnos que existe y que, mira tú por dónde, a veces sonríe y te da la mano. Te hablo de “Núremberg”, la nueva jugada de James Vanderbilt, el tipo que nos dio el guion de Zodiac, y que ahora se sumerge en las cloacas de la posguerra con una ambición clásica, de esas que el cine de ahora parece haber olvidado, para contarnos no tanto el juicio, ese que ya conocemos, sino lo que pasaba en las celdas, en la mente de los monstruos, en el duelo psicológico que es el verdadero plato fuerte de esta historia.

Lo que Vanderbilt pone sobre la mesa, basándose en el libro El nazi y el psiquiatra, es un combate de boxeo a puerta cerrada, sin guantes, entre dos cerebros que no podrían ser más opuestos y, a la vez, se retroalimentan en un baile macabro: por un lado, Douglas Kelley, el psiquiatra americano interpretado por Rami Malek, al que envían a desentrañar si la cúpula nazi está cuerda para ser juzgada, y por otro, Hermann Göring, el segundo al mando de Hitler, encarnado por un Russell Crowe absolutamente monumental, que se come la pantalla en cada segundo que aparece, un despliegue actoral que te hace olvidar al gladiador. La película se centra en esa relación tóxica, en el intento de Kelley de encontrar la grieta en el alma del Reichsmarschall, de hallar una explicación psiquiátrica para el mal, esa idea tan americana de que el mal tiene que ser una enfermedad, un fallo en el sistema, porque si no, amigo, si el mal es solo una elección, si es la banalidad de un tipo que ama a su mujer y a su hija y al mismo tiempo ordena masacres, entonces el espejo se nos viene encima y la pregunta es aterradora: ¿podríamos ser cualquiera de nosotros?

Y ahí es donde Núremberg acierta de pleno, en mostrar a Crowe no como el villano de opereta, sino como un manipulador astuto, sonriente, un egoísta de proporciones históricas que juega con Kelley como un gato con un ratón, seduciéndolo con anécdotas, con su aparente ‘normalidad’, justo en el momento en que el mundo entero necesita creer que estos tipos eran extraterrestres, que su maldad venía de otro planeta y no de la ambición, el resentimiento y el narcisismo más terrenal. Es un Göring que te hace sentir incómodo, no porque grite, sino porque parece demasiado cuerdo, demasiado humano, y es esa disonancia cognitiva lo que debió ser el verdadero horror para los Aliados al descubrir los campos, un choque entre lo que creían posible y la atrocidad real, y Crowe lo resucita con una mirada profunda y pacífica que esconde el abismo. Vanderbilt, que ya demostró su pulso con Zodiac, dirige con un tono clásicoque se agradece, sin aspavientos, construyendo una tensión claustrofóbica en las celdas, a pesar de que algunos momentos, sobre todo en el tramo final, se alargan buscando la lágrima fácil, algo que a mí personalmente me sacó un poco del drama severo que estaba presenciando.

El reparto es potente, con Michael Shannon haciendo lo suyo como el fiscal Robert H. Jackson y con el trabajo sólido de Leo Woodall como el intérprete, pero no nos engañemos, es el duelo Crowe-Malek lo que sostiene las dos horas y media de metraje, un tiempo que se pasa volando porque la tensión psicológica es un hilo que te arrastra sin remedio, aunque es verdad que a Malek, con esa intensidad casi maníaca que a veces no termina de encajar, le cuesta un poco estar a la altura del coloso que tiene enfrente, pero aun así, funciona, especialmente cuando vemos al psiquiatra ir cayendo en el laberinto moral que el nazi le tiende. Lo que sí genera un debate inevitable y que a mí me pica un poco, es que la película, llamándose como se llama, obvie casi por completo el juicio, el corazón del proceso legal que sentó las bases de la justicia internacional, centrándose solo en la relación en prisión, y que, además, siga en esa línea cansina del cine anglosajón de ignorar a los otros actores clave, como los rusos o los franceses, en un proceso que fue de las cuatro potencias, dando la sensación de que solo los “primos americanos y británicos” hicieron el trabajo, un descaro que ya aburre, un ninguneo histórico que le resta envergadura al conjunto, aunque entiendo que es el peaje por narrar esta historia desde la perspectiva íntima del psiquiatra americano.

Pese a esos detalles, la película es un recordatorio urgente, una patada en el estómago que te obliga a mirar a esa época no con la distancia cómoda de la historia, sino con la conciencia de que aquello no es una reliquia del pasado, sino un aviso de incendio para el futuro. Te advierte de que la complacencia, el silencio y la comodidad frente al pensamiento crítico son el verdadero caldo de cultivo para que el horror vuelva a sonreír. No esperes un documental, espera un thriller psicológico de ritmo clásico, con una puesta en escena imponente y una banda sonora que te agarra el alma, pero sobre todo, ve a ver a Russell Crowe dar una lección de cómo se interpreta a un monstruo; ese tipo, con su paz desconcertante, logra revivir ese shock primigenio de que lo increíble fue, tristemente, cierto, y esa es la victoria de esta película.

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