James Cameron es ese tío que llega a una fiesta donde todo el mundo está hablando de cine de autor iraní o del último drama existencialista de tres horas en blanco y negro, pega un puñetazo en la mesa, tira los canapés al suelo y te planta un televisor de cien pulgadas para que veas colores que ni siquiera sabías que existían. Y lo peor, o lo mejor, es que terminas dándole las gracias. Con Avatar: Fuego y ceniza, el viejo Jim lo ha vuelto a hacer, y aunque a estas alturas ya deberíamos estar curados de espanto, la realidad es que Pandora sigue teniendo ese magnetismo animal que te hace olvidar que llevas tres horas pegado a una butaca con las gafas de 3D apretándote el puente de la nariz. Esta vez no nos vamos a chapotear con ballenas espaciales ni a flotar entre montañas que desafían la gravedad, aquí la cosa va de quemarse, de sentir el calor de una hoguera que no solo ilumina, sino que arrasa con todo.
La historia nos devuelve a la familia de Jake Sully, que parece que no pueden tener un domingo tranquilo sin que alguien intente aniquilar su linaje, pero con un matiz que cambia el tablero de juego por completo. Olvidaos de los Na’vi espirituales que piden permiso a los árboles hasta para estornudar. Aquí entra en escena el Pueblo de las Cenizas, un clan que ha decidido que la paz es para los que no tienen nada que perder y que la violencia es una herramienta de trabajo tan válida como cualquier otra. Es fascinante cómo Cameron, que siempre ha sido un romántico de la naturaleza, nos presenta ahora una cara mucho más amarga y visceral de sus pitufos gigantes. Hay algo de honestidad brutal en ver que, incluso en el paraíso, hay gente que solo quiere ver el mundo arder, literalmente.
Y hablando de arder, tenemos que hablar de Oona Chaplin como Varang. Madre mía, qué entrada. Se convierte automáticamente en el reverso oscuro de todo lo que creíamos saber sobre Pandora. No es la típica villana de opereta que quiere conquistar el mundo porque sí; es una líder que emana una fe quebrada, una espiritualidad retorcida que te hace arquear la ceja y pensar que, quizás, los malos no son solo los que vienen del espacio con uniformes de camuflaje. Su presencia le da a la película una capa de ambigüedad moral que a la saga le hacía falta como el comer. Ya no es solo “humanos malos, naturaleza buena”, ahora es una guerra civil espiritual donde las líneas se difuminan entre el humo y las chispas.
Por supuesto, Stephen Lang vuelve a estar ahí como el incombustible Quaritch, y aunque parezca que este hombre tiene más vidas que un gato con armadura, su evolución en esta entrega es de lo más jugoso. Ya no es solo el marine testarudo, es un espectro que busca su lugar en un mundo que lo odia, y su alianza con el clan del fuego crea una dinámica de tensión constante que te mantiene con el estómago encogido. Cameron maneja la acción con una maestría que roza lo insultante; las batallas campales son un despliegue de músculo fílmico que deja a cualquier otra superproducción actual a la altura del betún. Hay planos que parecen sacados de un sueño febril, donde el CGI alcanza una perfección tal que dejas de buscar el truco y simplemente aceptas que lo que estás viendo es real. Espectáculo puro, sin anestesia.
Pero no todo es pirotecnia y dragones de fuego. Lo que realmente sostiene este mastodonte es el vínculo emocional que hemos forjado con los personajes. La sombra de la muerte de Neteyam sobrevuela toda la película, marcando cada decisión de Jake y Neytiri, interpretada de nuevo por una Zoe Saldaña que es capaz de transmitirte más dolor con un par de píxeles que muchos actores de carne y hueso en toda su carrera. Ese duelo familiar es el ancla que impide que la película se convierta en un simple salvapantallas caro. Es cine de sentimientos primarios: el miedo a perder a los tuyos, la rabia de la impotencia y la búsqueda de una redención que parece que nunca va a llegar.
Es verdad que la película es un monstruo ingobernable de más de tres horas y que, en algunos momentos, puedes sentir que Cameron se gusta demasiado a sí mismo, perdiéndose en los detalles de cada chispa o en la textura de la ceniza sobre la piel azul. La bandosa sonora, aunque cumple su función de ponernos los pelos de punta, se apoya quizás demasiado en la nostalgia de los temas de James Horner, echándose de menos un paso al frente que iguale la valentía visual de la cinta. Pero, sinceramente, cuando te metes en ese túnel sensorial, el mundo exterior deja de existir. No es una película para verla mientras miras el móvil o comentas la jugada; es una experiencia que te exige una entrega absoluta, una especie de rito de iniciación audiovisual que te deja exhausto pero extrañamente satisfecho.
Al final, sales del cine con la sensación de que te han pasado por encima con un camión lleno de luces y emociones, y aunque sepas que la fórmula es la de siempre, no puedes evitar querer más. Porque Cameron no hace películas, construye templos a la imaginación y nos invita a todos a arrodillarnos. Avatar: Fuego y ceniza no intenta inventar la pólvora, pero te la explota en la cara con tal elegancia que solo puedes aplaudir. Es el recordatorio de que el cine, en su forma más pura y grandilocuente, todavía tiene el poder de hacernos sentir pequeños ante la inmensidad de un mundo que solo existe en la cabeza de un loco con presupuesto infinito. Si esto es la rutina, que me den rutina todos los días de mi vida.