Hay directores que filman películas y hay otros, como el noruego Joachim Trier, que filman cicatrices. Si saliste de La peor persona del mundo con la sensación de que alguien te había leído el diario y luego lo había quemado delante de ti, prepárate, porque con Valor sentimental el golpe es más seco, más adulto y, paradójicamente, mucho más luminoso en su crueldad. Trier tiene esa habilidad casi insultante para entrar descalzo en una habitación llena de cristales rotos —los de una familia deshecha— sin hacer ruido, pero dejando claro que cada paso duele. No esperes fuegos artificiales ni giros de guion de esos que te dejan la boca abierta; aquí lo que explota es el silencio acumulado durante décadas entre un padre ególatra y unas hijas que han aprendido a sobrevivir a su sombra.
La historia arranca con un prólogo que es, sencillamente, una lección de cine: una voz en off nos guía por la casa familiar como si fuera un organismo vivo, un almacén de fantasmas donde las paredes sudan recuerdos. Es ahí donde nos reencontramos con Renate Reinsve, esa fuerza de la naturaleza que aquí interpreta a Nora, una actriz de teatro que tiene el resentimiento tatuado en las ojeras. El detonante es la muerte de la madre, un evento que obliga a Nora y a su hermana Agnes —una inmensa y contenida Inga Ibsdotter Lilleaas— a verse las caras con el “gran hombre”: Gustav Borg. El veterano Stellan Skarsgård le da vida a este director de cine de renombre, un tipo que confunde el arte con la vida y que cree que puede comprar el perdón de sus hijas ofreciéndoles un papel en su próxima película autobiográfica. Es el colmo del narcisismo: querer rodar tu redención en lugar de pedirla de verdad.
Lo que sigue es un duelo interpretativo de los que hacen época. Cuando Nora rechaza el papel —un “no” que suena a portazo en la cara de toda una carrera— y Gustav decide dárselo a una joven estrella de Hollywood, interpretada por una Elle Fanning que clava ese punto de entusiasmo ingenuo e invasivo, la película se convierte en un estudio fascinante sobre la identidad. Ver a Fanning intentar “ser” Nora bajo la dirección del padre de la verdadera Nora es de un retorcimiento psicológico que Trier maneja con una elegancia quirúrgica. La cámara de Kasper Tuxen se pega a los rostros como si buscara una confesión, apoyada por una banda sonora de Hania Rani que es puro aire frío del norte, minimalista y punzante.
Es cierto que a la película le cuesta arrancar. Durante la primera mitad, Trier se recrea en una sobriedad que puede resultar distante, casi fría, utilizando unos fundidos a negro constantes que cortan el ritmo como si fueran parpadeos de alguien que no quiere mirar del todo. Pero, ¡ay de ti cuando llegas a la segunda mitad! De repente, todas esas piezas de collage emocional encajan y te encuentras sumergido en un drama familiar que te agarra de las solapas. La relación entre las hermanas es, para mí, el corazón de la cinta: esa complicidad que no nace del cariño dulce, sino del roce de haber compartido el mismo trauma. Se miran y saben perfectamente qué trozo de alma les falta a ambas.
Stellan Skarsgård nos regala una de las mejores actuaciones de su carrera, logrando que odies a Gustav por su arrogancia y que, al segundo siguiente, sientas una lástima infinita por ese hombre que solo sabe comunicarse a través de un objetivo. La película reflexiona sobre si el arte puede curar heridas o si es solo una forma sofisticada de hurgar en ellas, y lo hace sin caer en el sentimentalismo barato. No hay “segundas tomas” en la vida real, nos dice Trier, y esa honestidad es lo que hace que la película respire autenticidad por los cuatro costados. Es un cine que se cuece a fuego lento, que te obliga a reflexionar sobre tus propias herencias invisibles y sobre cómo el pasado siempre encuentra una rendija por la que volver a entrar en casa. Al final, no sales del cine feliz, pero sales con la sensación de haber visto algo verdadero, maduro y profundamente humano. Y eso, hoy en día, tiene un valor sentimental incalculable.