¿Héroe o asesino? El polémico retrato de Ulises que humaniza el mito de Homero.

Olvídate de las túnicas relucientes, de los rayos de Zeus y de los monstruos de plastilina. Si estás buscando una aventura de esas en las que el héroe sale peinado después de cargarse a un cíclope, esta no es tu película. El regreso de Ulises (The Return) es algo mucho más crudo, más sucio y, sinceramente, mucho más valiente. Es el reencuentro de dos titanes, Ralph Fiennes y Juliette Binoche, casi treinta años después de El paciente inglés, pero no esperes romanticismo de postal. Aquí lo que hay es el olor a salitre, a sangre seca y a un trauma que no cabe en los libros de texto. Uberto Pasolini ha cogido el mito de Homero, le ha quitado toda la purpurina divina y nos ha dejado con la historia de un hombre que vuelve de la guerra tan roto que ni siquiera él mismo se reconoce en el espejo.

La película nos sitúa en esa Ítaca que nadie te cuenta: una tierra empobrecida, asediada por buitres con forma de pretendientes y gobernada por el miedo. Ulises aparece en la orilla como un despojo humano, un mendigo demacrado que arrastra una década de guerra y otra de huida. Porque aquí, la tesis es fascinante: ¿y si todas esas aventuras contra sirenas y magas fueron solo una invención de Homero para tapar la vergüenza de un hombre que no se atrevía a volver a casa por lo que había hecho? Fiennes está absolutamente inmenso en su contención; su Odiseo no es un rey, es un veterano con síndrome de estrés postraumático que teme que su mujer y su hijo vean al asesino en el que se ha convertido.

Juliette Binoche, como Penélope, es el contrapunto perfecto. No es la abnegada esposa que teje con paciencia infinita, sino una mujer endurecida por el resentimiento y la soledad. Hay una escena entre ellos dos, sin que ella sepa aún quién es él, que es puro teatro de alta intensidad. Se respira una frialdad que duele, una distancia que nos recuerda que veinte años son una vida entera de ausencias. Es una visión bajo la ética del siglo XXI que juzga al guerrero no por sus gestos heroicos, sino por el rastro de destrucción, violaciones y fratricidios que dejó atrás. Es un clamor antibelicistaque nos dice que, al final, la guerra solo deja monstruos de ambos lados.

La puesta en escena es de un minimalismo radical, casi austero, que prefiere el primer plano y el silencio a la espectacularidad digital. Pasolini se apoya en los paisajes de Corfú y en una iluminación de interiores que parece salida de un cuadro de Caravaggio. Es verdad que el ritmo es pausado, se degusta como un vino amargo, y puede que a los que busquen la acción de Troya les resulte plomiza, pero para los que queremos cine con alma, hay momentos que te destrozan. Mención especial a la escena con el perro Argos: ese breve instante donde el único ser vivo que reconoce al héroe es un animal moribundo es, probablemente, lo más emocionante que he visto en años. Es un golpe de genio que resume toda la soledad del retorno.

De los secundarios, Charlie Plummer cumple como un Telémaco lleno de rabia contenida hacia ese padre que es solo una sombra, y Ángela Molina aporta su magnetismo habitual como Euriclea. Pero la película le pertenece a la dupla Fiennes-Binoche. A pesar de que algunos critiquen la lentitud o el despojo de lo mítico, yo creo que es precisamente ahí donde reside su grandeza. Es una Odisea interior, un viaje hacia el perdón y la identidad que nos recuerda que para poder volver a vivir, primero hay que tener el valor de recordar lo que uno preferiría olvidar. Es poesía visual, dura y necesaria, que se aleja de la pirotecnia para hablarnos al oído de lo que significa, de verdad, volver a casa.

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