Mira, si alguna vez has tenido esa sensación de pedir un postre con una pinta increíble en la carta y que luego te traigan un plato de gelatina industrial sin sabor, ya sabes exactamente lo que es ver Dímelo bajito. Te lo digo de verdad, como amigo: a veces el silencio es un regalo, y en esta película el título es casi una advertencia de lo que te espera, porque si lo dijeran más alto, igual alguien se despertaba del aburrimiento generalizado que supura cada fotograma. Me acerqué a esta adaptación de Amazon Prime Video con la guardia baja, esperando el típico placer culpable de romance juvenil, de esos que te hacen suspirar aunque sepas que son puro azúcar, pero lo que me encontré fue un desierto emocional donde no crece ni una brizna de química. Es de esas producciones que intentan venderte pasión y conflicto, pero que terminan pareciendo un catálogo de muebles suecos: bonitos de ver, pero fríos, rígidos y con instrucciones que nadie entiende del todo.
La historia de Kamila Hamilton y los hermanos Di Bianco es, sobre el papel, un caramelo para cualquier fan del género. Tienes el triángulo amoroso, el pasado traumático, el regreso inesperado tras siete años y ese primer beso que lo cambió todo. Pero en las manos de Denis Rovira, toda esa intensidad se diluye como un azucarillo en un vaso de agua tibia. Alícia Falcó se esfuerza, se nota que intenta darle algo de alma a una Kamila que debería estar desgarrada entre el deber y el deseo, pero se encuentra con un muro de hormigón en sus compañeros de reparto. Fernando Líndez y Diego Vidales son muy fotogénicos, de eso no hay duda, pero su capacidad para transmitir deseo o protección es equivalente a la de un busto de mármol en un museo abandonado. No hay chispas, no hay tensión sexual, no hay absolutamente nada que te haga creer que estos tres tienen una historia compartida que ha marcado sus vidas.
Lo que más me duele es que, teniendo una cantera de actores y actrices juveniles tan potente en España, aquí parece que se ha buscado más la pose de Instagram que la capacidad interpretativa. Hay una tendencia irritante en el cine patrio actual —y esta película es el ejemplo de manual— de confundir la profundidad con el susurro. Todo se dice bajito, todo son diálogos vacíos y frases que pretenden ser poéticas pero que suenan a estado de WhatsApp de 2012. Te pasas media película intentando subir el volumen de la tele porque los personajes no vocalizan, y la otra media deseando bajarlo para no tener que escuchar otra reflexión pseudofilosófica sobre “sentir el vacío”. La trama avanza con la agilidad de un caracol con reuma, perdiéndose en silencios interminables que no aportan misterio, sino una desesperante sensación de que no sabían cómo rellenar el metraje.
Para los que venimos del libro de Mercedes Ron, la decepción es de las que hacen época. El material original tiene garra, tiene matices, tiene esa intensidad emocional que te hace devorar páginas, pero aquí todo se ha quedado en la superficie, en una capa de barniz brillante que oculta una estructura hueca. Es una adaptación poco inspirada que parece hecha por encargo, sin riesgo, sin alma y, lo que es peor, sin respeto por la inteligencia del espectador. Hay escenas que, en lugar de emocionarte, te provocan una vergüenza ajena difícil de digerir, con situaciones forzadas que pretenden ser épicas y se quedan en lo ridículo. Es como si hubieran cogido los ingredientes de una cena gourmet y hubieran decidido servirlos crudos y sin sal.
Al final, la única emoción real que experimentas con esta película es el alivio de ver aparecer los créditos finales. Es una pena, porque la historia de Kami tenía potencial para ser un drama romántico de referencia, pero se ha quedado en una españolada infumable de la que solo se salvan los paisajes y la iluminación. Si buscas una historia que te atrape, que te haga vibrar o que al menos te haga pasar un rato entretenido sin sentir que te están tomando el pelo, hazme caso: pasa de largo. Hay silencios que dicen mucho, pero el de esta película solo grita una cosa: que el cine juvenil merece algo más de dignidad y mucho menos postureo.