Si alguna vez has sentido que el mundo se está volviendo demasiado ruidoso, demasiado obvio y demasiado aburrido, tienes que sentarte a charlar con Benoit Blanc. Pero prepárate, porque esta vez el detective del acento imposible y los pañuelos de seda no nos ha citado en una mansión de cristal ni en la biblioteca de un escritor de éxito; nos ha llevado directamente al confesionario. Puñales por la espalda: De entre los muertos es, posiblemente, el movimiento más kamikaze y brillante de Rian Johnson, un director que parece disfrutar caminando por la cuerda floja mientras nos lanza cuchillos a la cara. Olvida el sol de Grecia y el postureo de los influencers de la entrega anterior. Aquí hay niebla, hay lápidas, hay campanas que doblan a muerto y, sobre todo, hay una mala leche teológica que te deja descolocado desde el primer minuto.
La premisa suena al inicio de un chiste de barra de bar: entra un detective en una iglesia de un pueblo perdido. Pero lo que nos encontramos es un misterio de habitación cerrada —o mejor dicho, de sacristía cerrada— que homenajea sin pudor a los clásicos como John Dickson Carr o esa Agatha Christie de “Diez negritos” que te hacía dudar hasta de tu propia sombra. Lo que pasa es que Johnson no se conforma con el “¿quién lo hizo?”, él quiere saber “¿en qué crees?”. Y ahí es donde la película se pone seria, o todo lo seria que puede ponerse una cinta donde Daniel Craig parece estar pasándoselo mejor que un niño con zapatos nuevos, masticando cada frase con esa parsimonia sureña que ya es patrimonio de la humanidad.
El centro de gravedad de este rompecabezas no es Blanc, sino el Padre Jude, interpretado por un Josh O’Connor que está, sencillamente, para ponerle un piso en el Vaticano. Su interpretación es el corazón herido de la película; un sacerdote joven, honesto y un poco perdido que intenta predicar perdón en un nido de víboras donde solo se entiende el castigo. Frente a él, un Josh Brolin con melenita y una presencia de hierro que interpreta a Monseñor Wicks como si fuera un villano de un western bíblico. La química entre el cinismo deductivo de Blanc y la crisis de fe de Jude es lo que eleva esta película por encima del simple juego de mesa cinematográfico. No es solo buscar al asesino, es ver cómo la fe puede ser un bálsamo o un arma de destrucción masiva según quién empuñe el crucifijo.
Hablemos del reparto, porque es de esos que te hacen sospechar que Netflix tiene fotos comprometedoras de media industria. Ver a Glenn Close moviéndose por las sombras es un regalo que no merecemos, y tener a Jeremy Renner de vuelta en pantalla, después de su accidente, te da un pellizco en el estómago, especialmente cuando la película se permite el lujo de soltar chistes internos sobre arcos y flechas que te hacen soltar la carcajada en medio de la tensión. Y sí, para los nostálgicos de 007, ver a Craig compartir plano con Jeffrey Wright es como volver a casa por Navidad; hay una complicidad ahí que no se compra con dinero, aunque sepas que Craig se ha llevado una millonada por ponerse el traje de Blanc.
Pero ojo, que no todo es agua bendita. La película tiene ese vicio de Johnson de querer explicarlo todo tanto que, a veces, parece que te está dando una clase de lógica de primero de carrera. Hay momentos en los que el guion se vuelve demasiado explicativo, estirando los giros hasta que la sorpresa pierde un poco de fuelle porque ya te lo han masticado tres veces. Es como si el director no se fiara de que somos lo suficientemente listos para seguirle el ritmo. Además, algunos sospechosos se quedan en meros bocetos, caricaturas que están ahí para que el tablero no parezca vacío, pero que te importan lo mismo que el tiempo que hará mañana en Kentucky.
Lo que no se puede negar es que visualmente es una delicia gótica. El director de fotografía Steve Yedlin juega con las luces y las sombras de la iglesia de una forma que rinde homenaje al “Drácula” de Coppola, creando una atmósfera asfixiante donde el pecado parece pegarse a las paredes. Y la música de Nathan Johnson, con ese toque de retranca y el uso magistral de canciones pop en los momentos más inesperados, termina de redondear una experiencia que es, ante todo, un divertimento inteligente. No es una crítica a la religión, es una bofetada a la intolerancia y al uso mercantilista de la esperanza, servido con un cóctel de humor negro y suspense que te mantiene pegado a la pantalla a pesar de sus excesos. Al final, De entre los muertos es como una misa de gallo dirigida por un gamberro: sales con ganas de confesar tus pecados, pero sobre todo con ganas de que Rian Johnson nos dé una cuarta ración de este caos tan bien orquestado.