Mira, si hay algo que me gusta de Edgar Wright es que es un director que filma como si le fuera la vida en cada corte de montaje. Pero con The Running Man, el bueno de Edgar se ha metido en un jardín del que sale vivo por los pelos, y lo hace corriendo, literalmente. Olvidaos de la versión de Schwarzenegger de los 80; aquello era un festival de mallas de colores y frases lapidarias que hoy nos parece una parodia de American Gladiators. Aquí Wright ha vuelto a la novela original de Stephen King para darnos un bofetón de realidad distópica que, aunque a ratos se siente como un videoclip de lujo, tiene una mala leche política que te deja el cuerpo cortado.
La premisa ya la conocemos, pero aquí duele más: una sociedad que se cae a pedazos donde el entretenimiento es el único anestésico. Glen Powell es Ben Richards, un tipo de clase obrera que no participa en el programa porque sea un preso político rebelde, sino porque es un padre desesperado que no tiene para las medicinas de su hija. Esa es la verdadera tragedia: la pobreza convertida en contenido para YouTube. Powell confirma aquí que es mucho más que una sonrisa perfecta y unos abdominales de acero (que, por cierto, Wright se encarga de lucir en una escena que no viene a cuento de nada, pero que supongo que ayuda a vender entradas). El tío aguanta el tipo en un monólogo de acción casi constante, demostrando que tiene ese carisma de estrella de la vieja escuela que te mantiene pegado a la pantalla aunque el guion, a veces, sea más simple que el mecanismo de un chupete.
Lo que Wright ha hecho con el diseño de producción es una delicia visual. La película respira ese aire de futuro cercano que da miedo porque se parece demasiado a nuestro presente. Se nota que ha contado con el director de fotografía de Oldboy, Chung-hoon Chung, que aunque ha rodado en digital por exigencias del guion (o de la cartera), logra unas texturas que te hacen sentir el sudor y el miedo de los “Runners”. Y los secundarios… madre mía, es un “quién es quién” del talento actual. Josh Brolin se lo pasa en grande siendo caricaturescamente malévolo, un villano de los que odias con gusto, mientras que Michael Cera aporta ese toque sutil y extraño que siempre se agradece. Pero quien se lleva la palma es Colman Domingo, que con su extravagancia le da a la cinta un punto de ridiculez necesaria para enfatizar lo absurdo que es que la gente aplauda mientras ve morir a alguien en directo.
Sin embargo, hay que decir las cosas claras: a la película le falta ese “algo” para ser una obra maestra. A ratos parece que Wright tiene miedo de ser demasiado Wright. La edición es ágil, sí, pero le falta esa chispa de ingenio visual a la que nos tiene acostumbrados en Baby Driver o Shaun of the Dead. Se siente extrañamente contenida, como si estuviera corriendo con el freno de mano puesto para no espantar al gran público. La crítica social está ahí, lanzando pullas directas a la América de Trump y al consumo vacío de contenido, pero se queda en la superficie, en migas de pan sobre el deepfake y el control mediático que nunca terminan de formar un bocadillo consistente.
El ritmo es sólido hasta que llegamos al tramo final, donde la película empieza a tropezar consigo misma. Aparece Emilia Jones para darnos explicaciones que nadie ha pedido y la trama se vuelve un poco repetitiva, como si no supieran cómo cerrar el círculo sin caer en los clichés de siempre. Aun así, ver a Arnold Schwarzenegger haciendo un cameo en los billetes de dólar es un guiño que te saca una sonrisa y te recuerda que, al final, esto es un espectáculo. The Running Man es un thriller distópico que cumple, que entretiene y que te mantiene en tensión, pero que te deja con esa sensación agridulce de que, con este equipo, podríamos haber tenido algo legendario y nos hemos quedado en un “bien alto”. Corred a verla, porque visualmente es un viaje que merece la pena, pero no esperéis que os cambie la vida… a menos que estéis pensando en apuntaros a un reality de supervivencia extremo.