Crítica de Elio. Pixar viaja al espacio pero se olvida del corazón en casa

Pixar vuelve a la carga con Elio, una odisea galáctica protagonizada por un niño solitario que se convierte, por accidente, en el embajador de la Tierra ante un consejo interplanetario. Sobre el papel, la premisa suena deliciosa: ciencia ficción para toda la familia con una pizca de trauma emocional, encuentros alienígenas cargados de ternura y el inevitable camino del héroe hacia la autoaceptación. Sin embargo, el resultado es un filme que, aunque tiene el alma de Pixar, parece haber dejado el corazón a medio cargar.

Dirigida por Adrian Molina, codirector de Coco, la película presume de un despliegue visual deslumbrante. Los paisajes espaciales y criaturas alienígenas tienen ese brillo artesanal tan característico del estudio. Pero a medida que se avanza por este cosmos tan bien diseñado, algo chirría: Elio no emociona con la intensidad que se espera de la casa que nos hizo llorar con una lámpara o una pareja de ancianos en cinco minutos.

El principal reproche  es su estructura narrativa. Hay bandazos de tono, tramas que se pisan los pies y personajes secundarios que entran y salen como si fueran parte de una serie animada más que de una película con peso dramático. Hay momentos entrañables, sí —sobre todo en la relación de Elio con Glordon, un alienígena que carga con sus propias cicatrices emocionales— pero el conjunto parece más una amalgama de ideas que una historia cohesionada.

Además, se nota que Elio fue reformulada sobre la marcha. El retraso de su estreno, cambios en la promoción y esa sensación de parcheo argumental hacen pensar que algo no funcionó en la versión inicial. Pixar, experta en hacer llorar con cualquier objeto inanimado, esta vez parece haber apostado por un enfoque más seguro, menos arriesgado, que prioriza la dulzura sobre la profundidad.

Las emociones están ahí, pero administradas con tanto cuidado que acaban domesticadas. Los temas fuertes —la pérdida, la soledad, la pertenencia— se tocan, pero se resuelven con rapidez, como si el estudio temiera incomodar demasiado al espectador. En otras épocas, Pixar se atrevía a clavar el bisturí en la herida emocional. Aquí, más bien, pasa la mano por encima.

Eso sí, visualmente, la película es un goce. El diseño del “Communiverse” y los alienígenas es rico en imaginación, aunque a algunos les recuerde más a un spin-off de Lightyear que a una obra mayor como Up o Ratatouille. Hay detalles simpáticos, como el clon de Elio cortándose el dedo (sí, existe eso), pero el humor no acaba de dejar huella. Es más funcional que brillante.

Los fans de Pixar más fieles siguen viendo el vaso medio lleno. Para ellos, Elio es otra fábula tierna, bienintencionada, que quizá no arriesga pero logra dejarte con una sonrisa. Para los demás, es una oportunidad perdida: la de haber hecho una película memorable sobre la diferencia, la empatía y la comunicación entre mundos, sin salirse demasiado del molde.

Porque, aunque todos coincidamos en que Elio no es un desastre —ni de lejos—, también es cierto que Pixar parece haber encendido el piloto automático. La película entretiene, sí. Tiene ternura, sí. Pero falta ese “clic”, esa magia que convierte lo correcto en inolvidable.