Crítica de Weapons. Un acertijo que se te mete en la sangre

Te lo voy a decir sin rodeos: Weapons no es una peli para todos. Y eso, en un mar de producciones que buscan gustar a todo el mundo, ya es decir mucho. Yo salí del cine con la cabeza revuelta, medio en shock, medio fascinado. ¿Me encantó? No todo. ¿Me dejó pensando durante días? Sin duda. Y eso, para mí, vale más que cualquier escena de susto barato.

La historia arranca con una premisa que te agarra del cuello: diecisiete niños desaparecen a las 2:17 de la madrugada, todos de la misma clase, todos sin dejar rastro. Y uno, solo uno, aparece al día siguiente. Ya está. Ahí te tiene. Pero la peli no te da respuestas fáciles, no se mete en el carril convencional del “vamos a resolver este misterio paso a paso”. Lo que hace es partirse en pedazos. Capítulos. Fragmentos. Voces. Perspectivas. Como una versión desquiciada y oscura de Magnolia con la paranoia de Prisoners y el desencanto de una sociedad rota.

Y en medio de ese caos perfectamente medido, están Julia Garner (brutal, frágil, alcohólica, perdida) y Josh Brolin (un padre al borde de romperse). Pero la que se queda a vivir en tu cabeza es Amy Madigan como Gladys, una especie de presencia ominosa que aparece cuando ya crees haber entendido de qué va esto. Madigan lo clava. Es esa vecina, esa anciana, ese rostro que te incomoda pero del que no puedes apartar la vista.

Visualmente es una delicia (si se puede llamar así a algo tan oscuro): la fotografía de Larkin Seiple le da ese tono entre nublado y deslavado que recuerda al cine de Villeneuve. Cada plano parece pensado para incomodarte, para no dejarte respirar. Y la música, con ese arranque de George Harrison cantando “Beware of Darkness”… Mira, se me puso la piel de gallina. No solo por la canción, sino porque te prepara para lo que viene: una bajada lenta a los infiernos.

¿Es una película de terror? No como las que ves los viernes en casa con pizza. Esto va más de terror emocional, del que te toca nervios reales: el bullying, la culpa, la desesperación, el duelo. Hay escenas que no dan miedo, pero duelen. Porque hablan de cosas que podrías haber vivido. O que has vivido.

Ahora, no todo es perfecto. Hay momentos en que el ritmo se vuelve plomizo, donde las subtramas sobran o te hacen perder el hilo. Y sí, hay cosas que podrían haber explicado mejor. Hay decisiones que parecen más estéticas que narrativas. Pero, sinceramente, prefiero eso a que me traten como idiota. Esta película respeta a su espectador. No te lo da todo masticado.

Al final, Weapons es un rompecabezas emocional, perverso, que no quiere complacer. Quiere hacerte sentir. Quiere que te incomodes. Que dudes. Que hables de ella. Que salgas del cine y digas: “No tengo claro si me ha gustado… pero necesito hablar de esto”. Y eso, amigo, es cine del que merece la pena.

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