Sabes ese momento en que apagas las luces de la sala y tu cabeza sigue rebotando con imágenes, diálogos, música que no te deja irte. Pues eso me pasó con Una batalla tras otra. No fue una película que vi: fue una que me absorbió. Y creo que esa es una buena definición: no la ves, te entra. Salí pensando en revolución, en traumas familiares, en lealtades y traiciones, y en cómo el pasado nunca desaparece.
No voy a jurar que es perfecta, pero te prometo que es de esas que discutes contigo mismo mientras caminas hacia el metro.
Lo que brilla (y lo que duele) en la película
El combo explosivo del tono — acción, comedia negra, tensión política, drama familiar — es casi un malabar. A veces hay golpes de humor tan afilados que te sacan de la tensión para darte en la mandíbula justo después. Anderson no se anda con medias tintas: arrastra su mundo caótico a la pantalla grande y te obliga a aguantarte.
Leonardo DiCaprio como Bob me pareció una de sus actuaciones más osadas. No es el tipo cool ni el héroe impoluto: es un tipo hecho añicos, entre la culpa, la adrenalina y el deseo de proteger lo que queda de su familia. Hay momentos en los que parece que va a explotar de la tensión, y lo ves tambalearse, tratar de recomponerse, balancearse entre el pasado y el presente.
Sean Penn como Lockjaw es un villano que da miedo y, al mismo tiempo, fascina. Ese tipo que entra en una escena y altera el aire. No es villano de caricatura: tiene ferocidad, obsesión, un aura casi fantástica —pero aterradora. No puede no funcionar.
Benicio del Toro como sensei/guía espiritual para la hija (Willa) le pone calma, contraste, una voz distinta en medio del caos. Esa relación “maestro – aprendiz” crea momentos de alivio emocional, de mirada distinta, de respiro para el ritmo infernal que Anderson impone.
La hija, Willa (Chase Infiniti), merece mención aparte: no es figura pasiva ni simple víctima. Es motor, es dilema, es espejo para su padre. Cuando ella entra en plano, la película tiene otro centro de gravedad.
La estética y el lenguaje visual son impresionantes. Filmar en celuloide, con grano, usar formato VistaVision, y combinar esa textura visual con una puesta en escena audaz — eso le da un carácter casi épico-retro al filme. No es “bonito por bonito”, es que cada encuadre grita intención: agobio, claustrofobia, revolución que se cuela por los rincones.
Y la música (Jonny Greenwood otra vez) no está de adorno: es parte del pulso del film. Hay pasajes donde parece que la banda sonora quiere sacarte de la butaca, otros donde te abraza para que el golpe narrativo te pegue más fuerte después.
Temáticamente, la peli no te da respuestas fáciles ni discursos moralistas directos. Habla de radicalismo, de vigilancia estatal, de traición, de herencia generacional, de cómo el idealismo puede quebrarse. Y lo hace con ironía, con brutalidad y con momentos de belleza emotiva.
Ninguna película es perfecta si no tiene algún fallo
Son 161 minutos de película y en algún momento se nota, especialmente en el ecuador. Algunas líneas temáticas me parecieron un poco dispersas: hay hilos que no quedan del todo atados, personajes secundarios que aparecen, cumplen función y se esfuman sin mucha explicación. Pero eso podría ser parte del estilo: dejar ciertas tensiones abiertas.
En su ambición tiene riesgo: querer mezclar tanto, querer abarcar tantos tonos, puede desbordarse. A mí casi se me va la mano en una escena. Pero Anderson se las arregla para recalibrar en cuanto siente que el caos podría pasarse de rosca.
Una batalla tras otra es un pelotazo. No es dulce ni pausada; no busca agradarte suavemente. Te zarandea, te provoca, te hace reír, te hace temblar. Es, desde luego, una de las películas más atrevidas que he visto últimamente. No está hecha para todos, o al menos no para todos los ánimos, pero si estás dispuesto a que te interpele, devorarte, a que te duela un poco, esta película está hecha para ti.