Desde los primeros minutos, Alauda Ruiz de Azúa demuestra que no viene a suavizar nada: el planteamiento es brutal en su sencillez. Una chica de 17 años, Ainara (Blanca Soroa), dice que siente una llamada divina y quiere probar la vida en un convento de clausura… y de repente toda su familia, que creía tenerlo todo controlado, se ve desmoronada. Esa idea ―“¿y si alguien de tu familia rechaza lo que esperas de ella?”― me dio un nudo en la garganta.
El cine de Ruiz de Azúa sabe moverse en lo íntimo: no necesita grandes escenografías ni efectos para que el silencio, las miradas y los diálogos densos cuenten. El drama crece de forma orgánica, abrazando la contradicción y el dolor sin falsear. En esta película tantos silencios dicen más que las palabras.
Actuaciones que queman
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Blanca Soroa es el golpe de frescura y verdad. Como Ainara no hay esa “actriz adolescente perfecta”, sino una muchacha con dudas, convicciones, vértigos y dudas… y lo transmite todo con gestos mínimos.
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Patricia López Arnaiz como Maite es brutal: una mujer con ideales y con miedos, que acepta parte de lo que dice con pasión y rechaza lo que no le cabe. En esa relación sobrina-tía se da el choque central del filme.
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Miguel Garcés como padre viudo queda más en los intersticios, pero esos silencios suyos duelen. Y Nagore Aranburu aporta ese aura de lo místico, algo que te inquieta pero no sabes si creer.
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El reparto secundario (abuelos, hermanas, familia extendida) sostiene con naturalidad la red de afectos y heridas.
Las actuaciones están al servicio del relato, jamás al revés. Eso es mérito de una directora que sabe dónde dejar espacio —y dónde apretar.
Conflictos morales, grietas familiares y fe sin causalidad
Lo que más me impactó: no hay respuestas fáciles. Qué fuerte decisión poner el foco en eso. Al ver la película me encontré cuestionando: ¿es adoctrinamiento? ¿es convicción profunda? ¿qué derecho tienen los padres —o la tía— a intervenir? ¿hasta donde puede uno asumir responsabilidades sobre otra persona?
Ruiz de Azúa no impone mirada. Puedes sentirte más cercano a la tía Maite, al padre que opta por la pasividad, al entorno que se siente traicionado… o empatizar ciegamente con Ainara intentando “escuchar algo que no se ve”. Ese desplazamiento, esa elasticidad en la mirada, es lo más potente del filme.
También hay escenas que se quedan tatuadas: la conversación entre la tía y la superiora del convento, donde la tensión no está en los gritos sino en el rostro que resiste, que duda, que defiende lo indefendible. Ahí el montaje, el plano/contraplano, el espacio vacío entre las voces hacen un milagro narrativo.
Ahora bien: en determinados momentos la puesta en escena coquetea con lo “funcional” del audiovisual, con encuadres demasiado simétricos, interiores constantes que, aunque buscan tensionar la clausura, a veces se sienten un poco estáticos. Pero honestamente, esos momentos no rompen el hechizo; lo que sí rompen es cuando la película se ablanda o quiere explicar demasiado.
Lo que no consiguió sostenerme del todo
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Hay momentos en que la película se resiente del peso del discurso: algunas conversaciones resultan didácticas, como si el guion quisiera asegurarse de que entendieras todo. Y eso puede restar fluidez.
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La narrativa tarda un poco en arrancar. En la primera parte, la lentitud se hace más evidente. Algunos espectadores comentan que eso podría desalentar.
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Aunque la ambivalencia es valiente, puede dejar sensación de frialdad: no todas las heridas nos sangran igual, y hay personajes que sufren más en el fondo del que vemos.
¿Por qué esta película se va contigo?
Porque Los domingos no te deja cómodo. Te interpela sobre lo que creemos saber de otros, sobre la fe, sobre si algún día podemos dejar de imponer lo que “lo mejor” significa para otro. Y porque te recuerda que el silencio es territorio peligroso: ahí donde no hablamos, se construyen juicios y resentimientos.
Es una película para verla despacio, para dialogar después. Para incomodarse. Para tratar de entender que cada alma tiene sus propias grietas. Y eso, en este cine donde tantas veces todo está medido para ser “accesible”, es un acto de valentía.