Ya no quedan junglas… ni guion, ni alma: Ron Perlman se pierde en Donosti

Hay películas que parecen diseñadas para parecer intensas, oscuras, filosóficas. Y hay películas que de verdad lo son. Ya no quedan junglas quiere ser lo primero, pero se queda a medio camino de todo, como un lobo solitario que se adentra en la noche… pero se pierde antes de llegar a la madriguera.

Es como si alguien quisiera mezclar a Taxi Driver con Sin City y El día de la bestia, con un poquito de serie B a lo Justicia callejera, y saliera una receta confusa, pasada de cocción y con los ingredientes peleándose en el plato. Vamos al lío.

Ron Perlman, solo ante el peligro… y el ridículo ajeno

Ron Perlman hace lo que puede con lo que tiene. Su Theo, un exsoldado viudo, dolido, apagado, parece vivir en un limbo emocional entre el whisky barato y las frases de calendario de autoayuda. Paga a una prostituta solo para hablar. Y cuando la matan, se enciende algo que ya no es ira, ni justicia… es rutina.

Perlman aguanta la película con su carisma seco, esa cara de “me importa todo una mierda” que le sale sin esfuerzo. Pero el guion no le da material real para brillar. Le da lugares comunes, diálogos de serie turbia de sobremesa y secundarios que parecen salidos de una parodia.

Diálogos de manual, personajes sin alma

Aquí va una breve lista de “tópicos de thriller cutre” que Ya no quedan junglas cumple al pie de la letra:

  • Policía alcohólica, con matrimonio roto y cara de “no puedo más” (hola Megan Montaner, que merecías algo mejor).

  • Compañero de policía filosófico, descreído y desganado (Hovik Keuchkerian, que parece que se quedó en ensayo y dijo “con esto vale”).

  • Prostituta sabia y empática, que te dice frases como “todos necesitamos algo que nos salve, Theo”.

  • Sicarios ridículos, malos sin carisma, malotes con tatuajes que mueren con frases malas.

  • Un villano final que ni asusta, ni intriga, ni nada. Solo está ahí. Como una sombra mal escrita.

El problema no es el cliché. El problema es no saber qué hacer con él. Aquí todo suena impostado, como si quisieran ser Tarantino sin entender el ritmo ni el humor.

¿Y qué hace Beristáin aquí?

Luis Gabriel Beristáin tiene una carrera sólida como director de fotografía. Pero una cosa es iluminar la acción y otra es sostenerla. Y aquí, la historia le queda grande. La puesta en escena es irregular, con algunas escenas de acción decentes (una en el hotel, por ejemplo, tiene nervio), pero otras parecen sacadas de una serie low cost.

Eso sí, los exteriores de Donosti están de postal. La ciudad brilla incluso cuando la película no. Si me preguntan qué recordaré de esta cinta, diré: la luz azulada de un callejón mojado. Y nada más.

Subtramas que sobran, ideas que no encajan

Lo de la comisaría es otro cantar. ¿Por qué hablan todos en inglés? ¿Por qué una señora de la calle se expresa como si viniera de Cambridge? ¿Dónde quedó la coherencia? Si hay una idea detrás —que todo esto sea un universo medio onírico, híbrido, sin patria ni tiempo definido— no se ejecuta. Si no hay idea… pues entonces es un despropósito.

Y lo peor es que hay chispazos que podrían haber encendido algo: la relación entre Theo y el personaje de Karra Elejalde, por ejemplo, tiene algo. Un tono absurdo, casi cómico, que funciona. Pero la película no se atreve a abrazar ese delirio. Se queda en tierra de nadie.

Un thriller sin hueso, sin alma, sin selva

Ya no quedan junglas no sabe si quiere ser drama noir, parodia, cuento urbano, western crepuscular o tragedia existencial. Intenta todo y no consigue nada del todo. Es una pena, porque con ese reparto (Perlman, Keuchkerian, Elejalde, Montaner, incluso Itziar Ituño en una esquina), algo potente se podía haber cocinado.

Pero no. La película se desinfla. Se repite. Se contradice. Y lo más triste: no emociona, no sorprende, no remueve.

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