¡Bienvenido otra vez al Grid, usuario! No te asustes si al entrar en la sala empiezas a notar que algo en ti se “digitaliza”, o al menos tu paciencia. Porque sí, TRON: Ares ya está aquí y ha venido a recordarnos que Disney no suelta ni con agua hirviendo ninguna franquicia que pueda exprimirse un poquito más. ¿Que hacía falta una tercera parte de TRON? Pues no. ¿Que nos la han hecho igual? Efectivamente. Y lo peor (o lo mejor, depende de cómo lo mires): no ha salido tan mal como parecía sobre el papel.
A estas alturas del partido, nadie esperaba que Joachim Rønning viniera a revolucionar el género de la ciencia ficción con la tercera entrega de una saga que ya parecía más obsoleta que un disquete de 3½ pulgadas. Pero oye, algo tiene el universo TRON que nos sigue tirando. Será esa estética de neón ochentero o el eterno deseo de ver a Jared Leto convertido en ente digital con ínfulas de mesías existencialista.
TRON: Ares se sitúa a medio camino entre la nostalgia analógica y el blockbuster higiénico, ese que se cocina en los laboratorios de Disney como si fuera una hamburguesa de proteína sintética: visualmente impecable, pero con poca chicha emocional. Lo que no impide que el diseño de producción sea una absoluta barbaridad. De verdad, hay planos en los que el nivel de detalle te deja con la mandíbula descolgada. Todo en esta película parece sacado de una campaña de alta costura para inteligencias artificiales: brillante, frío, impoluto… y un poco hueco.
La historia sigue a Ares, un programa digital tan sofisticado que ha decidido que ya está bien de vivir encerrado en un ordenador. Quiere ser real, tocar cosas, sufrir, enamorarse, comprar café en Starbucks y todo eso que hacemos los humanos. Para ello, tiene que permanecer en el mundo real más allá de los 28 minutos de rigor, lo cual, la verdad, sería un avance también para los usuarios gratuitos de Zoom.
En esta aventura hay malos (la familia Dillinger, cómo no), buenos con pasado turbio, rebeldes, cañones láser que te imprimen en el mundo físico y una subtrama con ecos de Blade Runner, pero pasada por el filtro del algoritmo de Disney+: sin demasiado riesgo y con final bonito. Incluso hay un floppy disk de por medio, lo cual es tan marciano hoy como ver a alguien comprando DVDs.
Jared Leto, omnipresente y ultramaquillado, vuelve a hacer de Jared Leto: místico, intensito y con una dicción de gurú tecnológico a lo Elon Musk después de leer tres tuits sobre filosofía existencial. Se nota que ha metido mano en la producción porque está en absolutamente todas las escenas relevantes, salvando el universo con su cara de iluminado. Si algún día le dan una peli donde no interprete a un mesías, el sistema colapsa.
Ahora, si alguien se come la pantalla es Jodie Turner-Smith, que interpreta a una especie de Atenea digital con complejo de jefa final de videojuego japonés. Tiene presencia, carisma y unas coreografías que hacen que cada vez que entra en plano pienses: “ojalá esta peli fuera suya”. Greta Lee también cumple, aunque su papel de científica que guarda secretos del pasado queda algo más encorsetado.
La trama es tan clara que se te olvida enseguida. Aquí no hay mucho que interpretar: los malos quieren el código, los buenos también, y todo se reduce a quién llega antes al botón rojo. No hay tiempo para divagar sobre la naturaleza de la conciencia ni para filosofar como en Matrix. Eso sí, hay lluvia, espejos, dudas existenciales y esas frases solemnes que nadie diría en voz alta si no estuviera escrito en el guion en mayúsculas.
La buena noticia es que no se hace pesada. A pesar de su duración (algo más de dos horas), el ritmo se mantiene estable, como un Ferrari a 90 por hora: no va mal, pero sabes que podría dar mucho más. Y, por supuesto, hay escena postcréditos, porque si algo tiene claro Disney es que no cierra una historia sin dejar una rendija abierta por la que colar otra secuela.
En lo técnico, nada que objetar: el CGI es de primerísimo nivel, el sonido retumba en el pecho (gracias Nine Inch Nails por no sonar a generador de ascensores), y el mundo digital sigue siendo un lugar tan fascinante como irreal. Pero le falta alma, esa sensación de estar viendo algo realmente nuevo, de vivir una experiencia irrepetible. Aquí todo suena a déjà vu, a reciclado premium con barniz brillante.
TRON: Ares es una secuela solvente, entretenida, con empaque y sin sorpresas. Cumple con su función de espectáculo visual para masas, pero no trasciende ni conmueve. Ni siquiera lo intenta. Y quizá, en esta era de reboots perezosos y IPs exprimidas hasta el hartazgo, eso ya sea bastante.