Caza de brujas te deja el cuerpo con esa mezcla rara de adrenalina y resaca moral. Como cuando discutes fuerte con alguien a quien respetas y, horas después, sigues dándole vueltas en la ducha. Luca Guadagnino te mete en un campus como en un laboratorio de ética: luces frías, pasillos interminables y un rumor de juicio permanente. Y en mitad de ese ruido, Julia Roberts como Alma, profesora estrella que no sabe si proteger su prestigio, a su colega o a sí misma. Spoiler: haga lo que haga, va a sangrar.
Guadagnino no viene a consolar. Viene a rascar la costra. Desde el primer tramo plantea la pregunta incómoda que vivimos todos en redes, en el trabajo, en la mesa de Navidad: ¿qué hacemos cuando la verdad y el relato no sincronizan? Aquí Ayo Edebiri encarna a la estudiante brillante que acusa, Andrew Garfield es el profesor amigo, magnético y de esos que juegan con el filo del poder, y Alma (Roberts) hace de árbitra sin silbato, porque no hay vídeo arbitral de la vida. Hay versiones, gestos, silencios y… consecuencias.
Lo mejor que hace la película es que no corre hacia el veredicto. No hay escena “resolutiva” que te saque de dudas y te permita dormir como un angelito moral. Lo que hay es ambigüedad trabajada: miradas que pesan más que las frases, primeros planos que desenmascaran antes que explicar, y una puesta en escena que te encierra sin barrotes. Cuando Alma mira a cámara, no es una floritura: es un dedo acusador contra nosotros, los espectadores, que pedimos claridad a cambio de nada. Y ahí Roberts está colosal: fría, precisa, arrogante y vulnerable en la misma respiración. De esas interpretaciones que te hacen sentir que el personaje existe fuera del plano.
Ahora, el guion: ahí el cuchillo entra y sale. Por momentos es afilado y venenoso, con líneas que retratan de maravilla las jerarquías del mundo académico, el postureo progresista y la economía de la reputación que rige nuestras carreras. Pero también se emborracha de subtramas, dando vueltas a lo mismo hasta rozar el mareo. Hay ratos —los vas a notar— en que la película confunde complejidad con acumulación y la conversación se vuelve demasiado autoconsciente, demasiado “seminario”. Me hubieran bastado diez minutos menos y alguna tijera .
Aun así, el pulso de Guadagnino en lo visual es quirúrgico: pasillos-cuchilla, despachos que asfixian, manos que piden y manos que apartan, silencios que cortan el aire. No es la elegancia de vitrina de “Call Me by Your Name”; esto es otra cosa: una estética de juicio. Y el diseño sonoro, entre la tensión eléctrica y la incomodidad, aprieta donde duele. Esa fricción —entre lo que oyes y lo que aún no sabes— es el ritmo interno del film.
Hablemos de temas, que aquí hay carnaza: consentimiento, abuso de poder, narcisismo, justicia restaurativa vs. venganza simbólica, la tiranía de la imagen, la adicción al prestigio. La película no te deja escoger un lado fácil. Garfield construye un Hank que coquetea con el abismo moral: encantador, torpe, ególatra, vulnerable… “¿Podría haberlo hecho?” ronda constantemente, y lo siniestro es que la pregunta ya es una condena. Edebiri no hace de víctima arquetípica; su Maggie es un arsenal de capas: brillante, estratégica, contradictoria. Y entre ambas, Alma, que es la brújula rota de este mapa: señala a todas partes, incluida la suya.
Lo más incómodo (y quizá lo más honesto) es cómo “Caza de brujas” retrata la economía emocional del campus: mentores que compran lealtades, alumnos que monetizan relatos, colegas que cambian de convicción según sople el viento del comité. Ese ambiente en el que todo es performativo —la disculpa, el apoyo, la indignación— y la verdad es un lujo que nadie se puede permitir. Guadagnino no habla de “casos”: habla de hábitos, de un ecosistema que convierte cualquier conflicto en material de marca personal. Ahí la peli es feroz.
¿Es perfecta? Ni de lejos. Se alarga (sí, se nota), se repite, peca de grandilocuente en un par de tramos y a veces mastica por ti lo que tú ya estabas digiriendo. Pero cuando conecta, conecta como un puñetazo. Y hay escenas —esa conversación a cámara, esa puerta entreabierta, ese gesto que nadie quiere mirar— que se quedan dándote golpecitos en la nuca días después.
Si vas buscando absoluciones, cambia de sala. Si quieres un espejo turbio donde ver el monstruo y reconocerte un poco, entra. Yo salí irritado y agradecido: irritado por la verborrea y la acumulación, agradecido por la honestidad de no regalarme la respuesta. En tiempos donde todo parece resolverse con un hilo, una nota de prensa o un trending topic, que una película se atreva a dejarte a la intemperie moral ya es acto de resistencia.
Puntos fuertes: Julia Roberts en modo bisturí, la ambigüedad sin red, la mirada incómoda al prestigio académico, un diseño visual que aprieta.
Puntos flacos: verborrea a ratos, subtramas de más, tendencia al sermón, metrónomo caprichoso.