A ver, lo de Ari Aster ya no es una moda pasajera. Es un diagnóstico. Este hombre no hace películas: lanza dardos envenenados al subconsciente colectivo, y si en su día nos retorció con traumas familiares (Hereditary), rituales nórdicos (Midsommar) y neurosis cósmicas (Beau Is Afraid), ahora se ha metido de lleno en la América profunda y en plena pandemia con Eddington. Un western psicológico con olor a desinfectante, polvo y conspiración. Y sí, está tan incómodo como suena. Y por eso funciona.
La historia se planta en un pueblucho ficticio de Nuevo México, a mediados de 2020, justo cuando todos estábamos encerrados haciendo pan y desconfiando del vecino. Allí, el sheriff Joe Cross —un Joaquin Phoenix en modo “no sé si me está dando un ictus o una revelación religiosa”— se convierte en el símbolo del negacionismo local. Mientras tanto, el alcalde del pueblo, con cara de haberlo intentado todo y ya solo querer una copa, le planta cara. Lo que debería ser una simple disputa sobre mascarillas se convierte en un polvorín de tensiones raciales, paranoia viral y demencia emocional.
Y por si no fuera suficiente, llega Emma Stone, que interpreta a la pareja del sheriff: una artista de muñecas, frágil, nerviosa, que parece salida directamente de una pesadilla de algodón sucio y vino tinto barato. Su personaje tiene un punto entre lo infantil y lo perturbador, como si alguien hubiera dibujado a una muñeca rota con manos temblorosas y después la hubiera obligado a vivir en cuarentena con un coloso emocionalmente inestable.
Lo fascinante de Eddington es que, aunque lo vendan como un western, en realidad es un estudio de la podredumbre emocional bajo una estética de frontera, donde el polvo y los caballos son más decorado que género. Aster no da sustos: crea incomodidad. Y de esa clase que te hace mirar al techo cuando acaba la peli, preguntándote si eres tú el que está loco o el mundo entero.
Hay tiros, sí. Pero también hay silencios tan tensos como una conexión de Zoom en la que nadie enciende el micro. Hay escenas que parecen sacadas de un sueño febril, con Phoenix vagando por paisajes áridos como un apóstol sin mensaje. Y Stone… qué decir de Stone. Su mirada perdida habla más que diez páginas de diálogo. Lo que hace aquí es poesía patológica.
Y claro, todo esto en medio de una pandemia. Que uno pensaría que ya estamos hartos del tema, pero Aster consigue darle la vuelta. La convierte en atmósfera, en argumento, en personaje. La pandemia no es solo el contexto: es el virus que infecta cada conversación, cada decisión, cada mirada de desconfianza entre vecinos. Es lo que convierte este western en algo más cercano a una pesadilla kafkiana con sombrero vaquero que a cualquier cosa que haya firmado John Ford.
Y aquí viene lo interesante: ¿estamos ante el inicio de una nueva ola de terror social? Puede ser. Aster ha conseguido algo raro: usar el terror psicológico para diseccionar la ansiedad colectiva, y lo hace sin necesidad de ocultarse tras fantasmas o rituales paganos. El mal está en nosotros, en nuestras decisiones, en nuestra incapacidad para vivir en comunidad sin devorarnos vivos.
Así que sí: Eddington podría marcar tendencia. Porque tiene lo que muchos cineastas persiguen sin éxito: identidad, riesgo y una visión clarísima de lo que quiere contar. Aster no está aquí para complacer a nadie. Está aquí para incomodarte, para clavarte en la butaca con un “esto te suena, ¿verdad?” y dejarte sudando. Y vaya si lo consigue.