Crítica de “Voy a pasármelo mejor”

Hay películas que no ves, sino que revives. Que no miras, sino que escuchas como si fueran un viejo cassette de esos que grabábamos con cuidado para enamorar a alguien. Voy a pasármelo mejor es exactamente eso: un verano que suena a canción que no sabías que necesitabas, una historia que, aunque sepas por dónde va, te hace querer quedarte en ella unos minutos más cuando acaba. Y lo curioso es que no esperaba nada. Una secuela de un musical con niños noventeros, venga ya. Pero qué narices… salí con el corazón calentito y una sonrisilla imbécil. Sí, me la colaron. Y me encantó.

Lo primero que hay que decir es que no necesitas haber visto la anterior para disfrutarla. Aquí el grupo protagonista es el mismo, sí, pero todo está planteado como una nueva aventura que arranca con sus propias reglas: un verano fuera de casa, un campamento para aprender inglés y una pandilla con ganas de vivirlo todo antes de que la adolescencia lo estropee.

El tono es luminoso, como ese mes de agosto en el que el cielo parece siempre más grande y todo es posible. Y eso se nota en cada escena: desde los primeros paseos por el bosque hasta las confidencias junto a la hoguera. Pero no se queda en la postal. Bajo esa capa de color hay miedos nuevos, primeras veces, corazones rotos y amistades que tiemblan al borde de convertirse en otra cosa.

Los chavales protagonistas están sembrados. No hay actorazo con discursos intensos, pero es que no lo necesitan. Son reales. Sonríen, se pelean, se equivocan, meten la pata con la naturalidad de quien aún no sabe que la vida es una trampa lenta. Tienen química, tienen ritmo, y lo más importante: tienen verdad. Hay escenas que parecen sacadas de nuestras propias vidas, como si el guionista hubiera leído nuestro diario de cuando teníamos 13 años y lo hubiera adaptado en clave de musical.

Ah, sí. El musical. Porque aquí se canta. Y se baila. Y se canta mucho y se baila bien. No esperes grandes coreografías imposibles, pero sí números pegadizos, entrañables y con una puesta en escena que a veces parece un videoclip de los 90 y otras una peli indie. La música no es solo adorno: es parte del alma del relato. Cuando arranca una canción, no sientes que interrumpe la historia. Al contrario: la empuja, la ilumina, la explica sin necesidad de diálogos cursis.

Hay momentos mágicos. No te los voy a destripar, pero te diré esto: una canción en un comedor, otra en un lago al atardecer y una en mitad de una discusión que hace que las emociones se te metan en el pecho como si fueran tuyas. Y luego está el uso de canciones nuevas y otras conocidas, que consiguen ese equilibrio raro entre la nostalgia y la sorpresa.

El guion, sin ser ninguna revolución, es mucho más maduro de lo que parece. Trata temas delicados como la identidad, el despertar sexual, el miedo a quedarse atrás o la angustia de crecer sin saber quién eres, y lo hace sin dramatismo barato. Lo importante no es que te lo expliquen, sino que lo veas en sus caras, en sus dudas, en cómo se miran unos a otros cuando creen que nadie más los ve.

Visualmente, es una película preciosa. No por espectacular, sino por cómo captura lo cotidiano: la luz dorada en la piel, los pies descalzos corriendo por el césped, las camisetas arrugadas, las bicicletas viejas. Es un homenaje a esa época en la que el verano parecía durar años, cuando el amor era una canción lenta y un beso significaba el fin del mundo.

Y luego está el final. Ese final que no cierra todo, pero sí deja la puerta abierta a algo más grande. Porque al fin y al cabo, ¿qué verano de tu vida terminó de verdad cuando se acabó agosto?

Responder