Una película puede gustar mucho, poco o nada. Al plantarnos en una sala de cine siempre esperamos alimentar al fin de filo que llevamos dentro casi hasta el empacho. Un anhelo que se cumple muy de cuando en cuando. Solo a veces pasa que nos levantemos de la butaca con la sensación de haber vivido una experiencia casi religiosa. Denis Villeneuve, el tiempo que ya lo consiguió con Incendies, Prisioneros o La llegada ha vuelto a lograrlo y, en esta ocasión, el título de la obra maestra no es otro que el Dune.
Arrakis, el planeta del desierto, feudo de la familia Harkonnen desde hace generaciones, queda en manos de la Casa de los Atreides después de que el emperador ceda a la casa la explotación de las reservas de especia, una de las materias primas más valiosas de la galaxia y también una droga capaz de amplificar la conciencia y extender la vida.
El duque Leto (Oscar Isaac), la dama Jessica (Rebecca Ferguson) y su hijo Paul Atreides (Timothée Chalamet) llegan a Dune con la esperanza de recuperar el renombre de su casa, pero pronto se verán envueltos en una trama de traiciones y engaños que los llevarán a cuestionar su confianza entre sus más allegados y a valorar a los lugareños de Dune, los Fremen, una estirpe de habitantes del desierto con una estrecha relación con la especia.
La novela de Frank Herbert ya había tenido su versión de la mano del sensacional David Lynch allá por 1984, pero lo que hemos presenciado en esta ocasión va mucho más allá. La Dune de Denis Villeneuve es de las cintas más hermosas de la historia del cine. A pesar de una apariencia lenta, todo está en constante ebullición en una película dolorosamente trágica y arrolladora. Cada plano y cada personaje de Dune son capaces de emocionarnos a niveles difíciles de describir. Por películas como esta estamos enamorados del cine hasta las trancas.