La comedia absurda no estaba muerta, solo estaba de parranda. The Naked Gun, el reboot/remake/reinvención del clásico ochentero que encumbró a Leslie Nielsen como el rey del humor más ridículo (y delicioso), ha aterrizado en los cines como un chorro de crema batida en la cara: inesperado, absurdo y gloriosamente fuera de lugar. Y sí, funciona sorprendentemente bien.
En esta nueva versión, Pamela Anderson se pone en la piel de la detective Frank Drebin (rebautizada como Frankie Drebin, cómo no), manteniendo el espíritu torpe, bienintencionado y devastadoramente letal del original, pero con una vuelta de tuerca que se agradece: ahora el humor no solo se basa en caídas, dobles sentidos y meteduras de pata, sino también en una autoparodia muy consciente del propio género y del mundo actual. Hay bromas con drones, gags sobre algoritmos policiales, y un running gag sobre una pistola inteligente que nunca dispara bien.
Lo que sorprende —y agrada— es que la película no intenta ser moderna a la fuerza. No busca desesperadamente el guiño viral ni la broma tuitera. Lo suyo es más bien recuperar el tono de comedia física, absurda y sin vergüenza, ese que tanto se echaba de menos entre tanta comedia cínica y sobreintelectualizada. Anderson, contra todo pronóstico, se luce como heredera de Nielsen: mantiene el gesto inexpresivo, clava los tiempos cómicos y consigue hacer de cada escena una pequeña pieza de caos controlado.
La conexión con la trilogía original es directa. Hay referencias visuales, cameos inesperados (¡ojo a cierto teniente en silla de ruedas con cara familiar!) y hasta un homenaje casi plano por plano a la mítica secuencia del coche patrulla destruyendo todo a su paso mientras suena una sirena animada. Es un homenaje, sí, pero con la intención clara de presentar algo nuevo a una generación que quizá nunca ha oído hablar de Drebin.
El público, de momento, ha respondido con entusiasmo. En Estados Unidos, The Naked Gun se ha colocado entre las comedias más taquilleras del verano, y en Europa ha despertado una ola de nostalgia que muchos no sabían que necesitaban. Y eso que competía con superhéroes, dinosaurios y dramas existenciales. Pero el efecto gag-slapstick ha calado.
En un mercado saturado de blockbusters grandilocuentes, franquicias eternas y guiones que parecen tesis doctorales, esta película llega como un descanso para el cerebro, como un recordatorio de que también necesitamos reírnos de lo absurdo, de lo ridículo y, sobre todo, de nosotros mismos. Y ojo, porque si esto funciona como parece, podríamos estar ante el inicio de una pequeña ola revival de comedias clásicas resucitadas con nuevas caras y el mismo espíritu sin filtro. ¿Alguien dijo Top Secret!? ¿Dónde firmamos?